Seguramente
como otras muchas personas de mi generación, mi primer encuentro con Ayn Rand
tuvo lugar, a través de la pequeña pantalla, de la mano de Gary Cooper. Un
encuentro totalmente inconsciente y aislado. “El manantial” fue una de las
películas que más impacto y desazón me ocasionó en la infancia.
Más
de medio siglo después, la figura de la escritora de origen ruso parece que
ahora se multiplica, y se manifiesta abiertamente, aunque con su conocido seudónimo.
Desde
que William Ramsey me regaló, no hace mucho, un ejemplar de “La rebelión de
Atlas”, me veo impelido a adentrarme en su misteriosa y compleja trama. Sus
1.224 densas páginas se antojan, sin embargo, un reto insuperable para un
lector micropart-time. La impotencia
lectora no hace más que acrecentar el desasosiego y la frustración, después de
haber hecho fugaces incursiones para descubrir crípticos diálogos y
descripciones de situaciones extrañas.
El
desconcierto es mayúsculo cuando uno se encuentra, por boca de algunos personajes,
con expresiones abiertamente contradictorias con los postulados de la filosofía
randiana.
“Mi
objetivo –declara uno de los empresarios que forman parte del reparto- es la preservación
de una economía libre… A menos que demuestre su valor social y asuma sus
responsabilidades sociales, la gente no la respaldará. Si ella no desarrolla un
espíritu público, se acabó, no tengas duda de eso”. “La única justificación para
la propiedad privada –sentencia, más adelante, el mismo personaje- es el servicio
público”. Al margen de la desafortunada multiplicidad semántica del
calificativo “público”, más de un prócer de la responsabilidad social
corporativa se haría cruces si frases tan emblemáticas como las reseñadas se
asociaran, directa o indirectamente, y aunque no se avalen expresamente, con
una de las fuentes filosóficas inspiradoras de Ronald Reagan[1].
“La
rebelión de Atlas”, publicada en el año 1957, está dedicada a Frank O’Connor,
esposo de la autora. Ésta señaló que “El manantial” “fue sólo una obertura” a “Atlas
shrugged”. Habrá que esperar para ver por qué Atlas decidió encogerse de
hombros… Pero estaba escrito: “Todo está escrito. Y lo que está escrito, tarde
o temprano, sucede”[2].