Hace unos días, buscaba en mi biblioteca un libro que
cita Ben Shapiro en la obra que espero poder comentar o, al menos, referir
próximamente. En dicho libro objeto de búsqueda, que tuvo una gran influencia entre
las personas de mi generación, en los años setenta, se vaticinaba que el
fascismo aumentaría en Estados Unidos debido a su devoción por el capitalismo.
Era el libro favorito de Armando Gutiérrez, especialista en organizar
seminarios sobre las raíces estructurales del concepto de libertad, y que luego
se convertiría en devoto y apóstol de Foucault.
En esa búsqueda, circunstancialmente, me topé con
otro librito, cuya existencia tenía casi olvidada, y que compré por recomendación
del profesor de Biología en el último año en que estuve en el Instituto de
Martiricos: “La destrucción del equilibrio biológico”, de Jürgen Voigt,
publicado en España por Alianza Editorial en 1971, un año después de la
aparición de la edición original.
Llama la atención la cantidad de cuestiones que
tienen vigencia hoy día y que se abordan en la obra, que se inicia con tintes
proféticos: “Descendientes lejanos de la Humanidad abandonaron la vieja Tierra,
pues se hallaba desolada, reseca, muerta. En otros planetas encontraron
nuestros descendientes mejores condiciones de vida. Un día estudiaron los microfilmes
de la Tierra, que habían llevado consigo en sus largos viajes por el cosmos. Los
filmes informaban de que la Tierra había sido en un tiempo un paraíso
floreciente”.
El libro tiene una gran fuerza divulgativa y, pese
a su reducida extensión, contiene numerosas referencias históricas –entre las que
no faltan las críticas a la actuación de los conquistadores españoles en México
en relación con los recursos acuíferos- y un repaso de las principales
manifestaciones de la destrucción del equilibrio biológico.
Uno de los capítulos lleva por título una
declaración muy contundente, “Es absolutamente seguro un próximo período
glacial”, si bien se exponen también otras tesis que apuntaban a la subida de
las temperaturas como consecuencia del efecto invernadero. Se reconoce que “todo
esto no son más que pronósticos”, pero se subraya que “lo que sí es realidad es
que el hombre influye ya visiblemente en el clima de amplias regiones”.
Se detiene también en la consideración de la
evolución de la población en el planeta, haciéndose eco del “cuadro entre
sombrío y grotesco” trazado por Isaac Asimov, para quien, ante el crecimiento
poblacional, “algo tiene que suceder. Hay dos posibilidades: o aumenta la tasa
de mortalidad o disminuye la de natalidad”.
Y acaba el libro haciendo alusión a este problema: “¿Cuándo
llegará el día en que toda la superficie terrestre… esté tan abarrotada de
gente como los barrios más populosos de Nueva York?... En efecto, parece como
si muy pronto no fuera a haber sobre la Tierra espacio más que para las masas
humanas… y para los insectos resistentes al veneno”.
Recuerdo algunos de aquellos seminarios en los que
participaban jóvenes que querían huir de la religión, a la búsqueda de claves
para explicar el mundo apelando sólo a la razón. Al cabo del tiempo llega a
apreciarse que las religiones, de distinto cuño, terrenales o celestiales, están
más extendidas de lo que uno se imagina. Tal vez una de las cosas más
preocupantes sea, no ya el hecho de profesar una u otra religión, sino hacerlo
sin tomar conciencia de ello.