1 de febrero de 2021

La destrucción del equilibrio biológico, 50 años después

 

Hace unos días, buscaba en mi biblioteca un libro que cita Ben Shapiro en la obra que espero poder comentar o, al menos, referir próximamente. En dicho libro objeto de búsqueda, que tuvo una gran influencia entre las personas de mi generación, en los años setenta, se vaticinaba que el fascismo aumentaría en Estados Unidos debido a su devoción por el capitalismo. Era el libro favorito de Armando Gutiérrez, especialista en organizar seminarios sobre las raíces estructurales del concepto de libertad, y que luego se convertiría en devoto y apóstol de Foucault.

En esa búsqueda, circunstancialmente, me topé con otro librito, cuya existencia tenía casi olvidada, y que compré por recomendación del profesor de Biología en el último año en que estuve en el Instituto de Martiricos: “La destrucción del equilibrio biológico”, de Jürgen Voigt, publicado en España por Alianza Editorial en 1971, un año después de la aparición de la edición original.

Llama la atención la cantidad de cuestiones que tienen vigencia hoy día y que se abordan en la obra, que se inicia con tintes proféticos: “Descendientes lejanos de la Humanidad abandonaron la vieja Tierra, pues se hallaba desolada, reseca, muerta. En otros planetas encontraron nuestros descendientes mejores condiciones de vida. Un día estudiaron los microfilmes de la Tierra, que habían llevado consigo en sus largos viajes por el cosmos. Los filmes informaban de que la Tierra había sido en un tiempo un paraíso floreciente”.

El libro tiene una gran fuerza divulgativa y, pese a su reducida extensión, contiene numerosas referencias históricas –entre las que no faltan las críticas a la actuación de los conquistadores españoles en México en relación con los recursos acuíferos- y un repaso de las principales manifestaciones de la destrucción del equilibrio biológico.

Uno de los capítulos lleva por título una declaración muy contundente, “Es absolutamente seguro un próximo período glacial”, si bien se exponen también otras tesis que apuntaban a la subida de las temperaturas como consecuencia del efecto invernadero. Se reconoce que “todo esto no son más que pronósticos”, pero se subraya que “lo que sí es realidad es que el hombre influye ya visiblemente en el clima de amplias regiones”.

Se detiene también en la consideración de la evolución de la población en el planeta, haciéndose eco del “cuadro entre sombrío y grotesco” trazado por Isaac Asimov, para quien, ante el crecimiento poblacional, “algo tiene que suceder. Hay dos posibilidades: o aumenta la tasa de mortalidad o disminuye la de natalidad”.

Y acaba el libro haciendo alusión a este problema: “¿Cuándo llegará el día en que toda la superficie terrestre… esté tan abarrotada de gente como los barrios más populosos de Nueva York?... En efecto, parece como si muy pronto no fuera a haber sobre la Tierra espacio más que para las masas humanas… y para los insectos resistentes al veneno”.

Recuerdo algunos de aquellos seminarios en los que participaban jóvenes que querían huir de la religión, a la búsqueda de claves para explicar el mundo apelando sólo a la razón. Al cabo del tiempo llega a apreciarse que las religiones, de distinto cuño, terrenales o celestiales, están más extendidas de lo que uno se imagina. Tal vez una de las cosas más preocupantes sea, no ya el hecho de profesar una u otra religión, sino hacerlo sin tomar conciencia de ello.

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