6 de junio de 2020

El posicionamiento de Juan de Mariana ante tiranos y aduladores


Después de días ausente, retorno a mi escritorio, que ahora veo cubierto de polvo, en una atmósfera en la que el tiempo parece haberse detenido, y donde reina el olvido y la desazón. Me encuentro todo fuera del desorden en el que había dejado la estancia. No puedo, en verdad, culpar en esta ocasión al travieso comendador, que da la sensación de haberse evaporado por una buena temporada, o tal vez para siempre, sino a un operario habilitado para unas reparaciones, a quien, a la vista de lo acontecido, no había facilitado demasiado su labor. No sé si fruto del azar o de alguna idea premeditada, justo en la esquina de la mesa que linda con la ventana observo que hay un libro abierto, no el único así, por un capítulo en el que reza un extraño título, “¿Es lícito matar al tirano?”.

El autor es Juan de Mariana, a cuyos doctos conocimientos había acudido hace algún tiempo para apreciar la percepción del afamado teórico jesuita acerca de los tributos. La obra “Del Rey y de la institución real”, publicada en el año 1598, está llena de interesantes y profundas reflexiones, pero en ella también nos encontramos con el capítulo de marras. En él relata el suceso de la muerte de un rey francés a manos de un monje. Aun cuando recoge argumentos contrapuestos respecto al derrocamiento violento de un tirano, su argumentación parece más bien deslizarse en sentido justificativo, razón quizás por la que su libro fue quemado en la capital gala, por su defensa del tiranicidio, que más adelante ratifica.

Para Mariana, “tanto los filósofos como los teólogos, están de acuerdo en que si un príncipe se apoderó de la república a fuerza de armas, sin razón, sin derecho alguno, sin el consentimiento del pueblo, puede ser despojado por cualquiera de la corona, del gobierno, de la vida”. Menos radical se muestra cuando media algún derecho, supuesto respecto al que afirma que “no hemos de mudar fácilmente de reyes, si no queremos incurrir en mayores males y provocar disturbios… se les ha de sufrir lo más posible”. Aunque, argumenta, todo tiene un límite: “pero no ya cuando trastornen la república, se apoderen de las riquezas de todos, menosprecien las leyes y la religión del reino, y tengan por virtud la soberbia, la audacia, la impiedad, la conculcación sistemática de todo lo más santo”.

Tras resolver la que entiende como una cuestión de derecho, llega a la fundamental de hecho, la de “a cuál merece ser tenido realmente por un tirano”. El teólogo tranquiliza relativamente a los lectores cuando advierte de que “no dejamos la calificación de tirano al arbitrio de un particular ni aun al de muchos”, pero luego, más abiertamente, propugna que “es siempre sin embargo saludable que estén persuadidos los príncipes de que si oprimen la república, si se hacen intolerables por sus vicios y por sus delitos, están sujetos a ser asesinados, no sólo con derecho, sino hasta con aplauso y gloria de las generaciones venideras. Este temor cuando menos servirá… para que cuando menos por algún tiempo ponga freno a sus furores”.

¿Qué opinaría hoy Juan de Mariana de lo que ocurre en el mundo? ¿Identificaría la existencia de algún tirano? ¿Moderaría sus contundentes principios de actuación, en el supuesto de que calificase como tal a algún gobernante?

En todo caso, habría que ponerle al idea respecto de algunas cuestiones metodológicas, entre otras las siguientes: i) el concepto de república se utiliza ahora según una acepción más restringida, como una forma concreta de regentar la cosa pública; ii) no cabe la aberración de la tiranía en una república moderna, forma superior de gobierno, aunque, en ocasiones, pueda aparentar que es transmisible por vía hereditaria; iii) siguiendo un paralelismo con la contrastada históricamente distinción entre democracia formal y democracia real, de existir, podría haber tiranías antipopulares y tiranías populares.

Para no ponerlo en un compromiso, podríamos partir de la hipótesis de que el tirano es una especie extinguida, hipótesis falsable. Cabe la posibilidad de que, después de un arduo proceso de contraste, se concluyera que dicha hipótesis fuese cierta (en el sentido popperiano). ¿Podríamos partir de una suposición similar en relación con los aduladores, de los que se ocupa en otro capítulo? De ellos afirma: “Nada más ajeno de la dignidad y de la excelencia del hombre que manifestar una cosa en su exterior y en sus palabras y sentir y obrar de otra manera”.

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