Después de días ausente, retorno a mi escritorio, que
ahora veo cubierto de polvo, en una atmósfera en la que el tiempo parece
haberse detenido, y donde reina el olvido y la desazón. Me encuentro todo fuera
del desorden en el que había dejado la estancia. No puedo, en verdad, culpar en
esta ocasión al travieso comendador, que da la sensación de haberse evaporado
por una buena temporada, o tal vez para siempre, sino a un operario habilitado
para unas reparaciones, a quien, a la vista de lo acontecido, no había
facilitado demasiado su labor. No sé si fruto del azar o de alguna idea
premeditada, justo en la esquina de la mesa que linda con la ventana observo
que hay un libro abierto, no el único así, por un capítulo en el que reza un
extraño título, “¿Es lícito matar al tirano?”.
El autor es Juan de Mariana, a cuyos doctos
conocimientos había acudido hace algún tiempo para apreciar la percepción del
afamado teórico jesuita acerca de los tributos. La obra “Del Rey y de la
institución real”, publicada en el año 1598, está llena de interesantes y profundas
reflexiones, pero en ella también nos encontramos con el capítulo de marras. En
él relata el suceso de la muerte de un rey francés a manos de un monje. Aun
cuando recoge argumentos contrapuestos respecto al derrocamiento violento de un
tirano, su argumentación parece más bien deslizarse en sentido justificativo,
razón quizás por la que su libro fue quemado en la capital gala, por su defensa
del tiranicidio, que más adelante ratifica.
Para Mariana, “tanto los filósofos como los
teólogos, están de acuerdo en que si un príncipe se apoderó de la república a
fuerza de armas, sin razón, sin derecho alguno, sin el consentimiento del
pueblo, puede ser despojado por cualquiera de la corona, del gobierno, de la
vida”. Menos radical se muestra cuando media algún derecho, supuesto respecto
al que afirma que “no hemos de mudar fácilmente de reyes, si no queremos
incurrir en mayores males y provocar disturbios… se les ha de sufrir lo más
posible”. Aunque, argumenta, todo tiene un límite: “pero no ya cuando
trastornen la república, se apoderen de las riquezas de todos, menosprecien las
leyes y la religión del reino, y tengan por virtud la soberbia, la audacia, la
impiedad, la conculcación sistemática de todo lo más santo”.
Tras resolver la que entiende como una cuestión de
derecho, llega a la fundamental de hecho, la de “a cuál merece ser tenido
realmente por un tirano”. El teólogo tranquiliza relativamente a los lectores
cuando advierte de que “no dejamos la calificación de tirano al arbitrio de un
particular ni aun al de muchos”, pero luego, más abiertamente, propugna que “es
siempre sin embargo saludable que estén persuadidos los príncipes de que si
oprimen la república, si se hacen intolerables por sus vicios y por sus
delitos, están sujetos a ser asesinados, no sólo con derecho, sino hasta con
aplauso y gloria de las generaciones venideras. Este temor cuando menos
servirá… para que cuando menos por algún tiempo ponga freno a sus furores”.
¿Qué opinaría
hoy Juan de Mariana de lo que ocurre en el mundo? ¿Identificaría la existencia
de algún tirano? ¿Moderaría sus contundentes principios de actuación, en el
supuesto de que calificase como tal a algún gobernante?
En todo caso, habría que ponerle al idea respecto
de algunas cuestiones metodológicas, entre otras las siguientes: i) el concepto
de república se utiliza ahora según una acepción más restringida, como una
forma concreta de regentar la cosa pública; ii) no cabe la aberración de la
tiranía en una república moderna, forma superior de gobierno, aunque, en ocasiones,
pueda aparentar que es transmisible por vía hereditaria; iii) siguiendo un
paralelismo con la contrastada históricamente distinción entre democracia formal
y democracia real, de existir, podría haber tiranías antipopulares y tiranías populares.
Para no ponerlo en un compromiso, podríamos partir
de la hipótesis de que el tirano es una especie extinguida, hipótesis falsable.
Cabe la posibilidad de que, después de un arduo proceso de contraste, se
concluyera que dicha hipótesis fuese cierta (en el sentido popperiano).
¿Podríamos partir de una suposición similar en relación con los aduladores, de
los que se ocupa en otro capítulo? De ellos afirma: “Nada más ajeno de la
dignidad y de la excelencia del hombre que manifestar una cosa en su exterior y
en sus palabras y sentir y obrar de otra manera”.