He de agradecer de nuevo la labor del operario
encargado de desordenarme el desorden de mi habitáculo privado, a resultas de
lo cual han aparecido notas olvidadas, cuadernos perdidos y libros ignorados.
Veo que uno de ellos trata acerca del pesimismo, que, en particular desde que
nos vimos atrapados por el implacable confinamiento y todo lo que ha venido
después, me atenaza y angustia de manera inexorable. Pensándolo bien, quizás lo
que me tendría que preguntar es si alguna vez en mi vida ese carácter me ha
abandonado alguna vez. En un fugaz balance me vienen a la mente episodios que
me recuerdan que, a pesar de ello, a veces no fui suficientemente previsor de
lo negativo. Aun así, durante años, la figura de Charlot caminando bajo el lema
“Don’t forget your dreams”, que tenía colgada en mi dormitorio de adolescente,
fue una imagen icónica que me dio impulso en momentos difíciles. Se puede ser
pesimista y mantener viva, aunque muy tenuamente, la llama de la esperanza.
La contraposición entre los optimistas y los
pesimistas fue un tema que abordó el filósofo Lucio Ségel en el acto de
presentación de un libro de poemas, “Paisaje de lumiagos”, del poeta Juan
Ceyles. Recuerdo que sufrí mucho en ese acto, que tuvo lugar hacia finales de
los años ochenta, cuando vi que el presentador de la obra, un avezado
intelectual curtido en la oratoria de las organizaciones juveniles comunistas,
quedó extrañamente desfigurado en su alocución. La última vez que lo vi, me
obsequió un libro de Foucault, de quien era un apasionado seguidor. En su
intervención, el filósofo inconformista expuso su elaborada tesis sobre el
pesimismo. Proponía reservar el calificativo de pesimista para aquellas
personas que hacen mal las cosas, para los que tratan permanentemente de
entorpecer el presente o el futuro; no así para quienes se afanan día a día en
mejorar la sociedad, aunque a veces duden de lo que nos espera.
En la obra “Usos del pesimismo. El peligro de la
falsa esperanza” (2010), el filósofo Roger Scruton analiza el pesimismo desde
otra perspectiva, como fuerza que arremete contra el autoengaño de ciertas
falacias que parecen justificar la esperanza. Partiendo de la base de que los
errores más obvios son los más difíciles de rectificar, evoca que, mientras que
algunos pensadores propensos al optimismo pensaban “que la humanidad había
entrado por fin en un período de conocimiento científico… Nada podía estar más
lejos de la verdad. Los grandes movimientos de masas como el comunismo, el
nazismo y el fascismo, en los que las falsas esperanzas se transformarían en
ejércitos armados, no tardaron en aparecer en el horizonte”.
Y nos alerta de algunas corrientes ciertamente
peligrosas que en ocasiones se asocian a un supuesto progreso científico: “El
‘exterminio de los Gulag’ estaba justificado por la ‘ciencia marxista’, las
doctrinas racistas se presentaron como eugenesia científica, el Gran Salto Adelante
de Mao Zedong se respaldó como la simple aplicación de las leyes probadas de la
historia. Por supuesto, esta ciencia era una farsa: pero eso sólo demuestra que
cuando triunfa la sinrazón, lo hace en nombre de la razón”.
Scruton, a quien se hacía referencia en una
reciente entrada de este blog (11-2-2020), con motivo de su fallecimiento,
ilustra el caso de algunos pensadores que arruinaron su propia carrera
académica por haberse atrevido a proponer argumentos pesimistas contra algunas
tendencias políticas defendidas por los “optimistas sin escrúpulos”. Frente a
éstos, los “optimistas escrupulosos” llegan a aceptar la utilidad del
pesimismo. “Nos da ánimo calcular el coste del error, imaginar el peor caso, y
arriesgarnos siendo completamente conscientes de lo que ocurrirá si al final
los riesgos que hemos tomado no merecen la pena”. En cambio, “el optimista sin
escrúpulos no actúa así… ni cuenta con la posibilidad de fallar ni tiene el
valor de imaginar el peor escenario”.
Vemos, pues, que optimismo y pesimismo no son
categorías polares, sino sujetas a importantes matices, que dan lugar a todo un
espectro. En relación con el segundo, no es lo mismo ser un férreo creyente en
la denominada “ley de Murphy” en su acepción más extendida (“Si algo puede
salir mal, saldrá mal”), que alguien que es consciente de que los malos
resultados son posibles, de que lo peor puede llegar a suceder, aunque la
realidad se encarga a veces de convertir ex post los pronósticos adversos en
ingenuamente optimistas.