En un artículo publicado en este blog hace algunas
semanas (“Economía básica de la pandemia”, 29-3-2020) se recogía que la
enfermedad provocada por el coronavirus constituía un mal colectivo de carácter
universal. Como todo mal de esta naturaleza, se caracteriza por dos rasgos
básicos: no existe rivalidad en el impacto de la terrible enfermedad, que tiene
una ilimitada capacidad de contagio; tampoco existe, en la “situación tecnológica”
actual, la posibilidad de evitar que llegue a afectar a más personas, salvo
soluciones radicales extremas y estrictamente controladas de aislamiento total.
Ante dicha calificación económica, es evidente que
el hallazgo de una vacuna contra la enfermedad constituiría un bien colectivo
también global, al menos potencial e idealmente, no en estrictos términos “técnicos”.
Ello se debe a que nos encontramos con una notoria asimetría entre el bien y el
mal; mientras que este se propaga indiscriminadamente, sin “coste” alguno, la extensión
del primero no se llevaría a cabo automáticamente, sino que estaría condicionada
a aplicaciones individualizadas, sujetas a un coste determinado. La vacuna no
responde, pues, a las características estrictas de un bien (servicio) colectivo
puro.
Lo ideal, evidentemente, es que, en la práctica,
adquiriera esa naturaleza. Así lo expresa también David Pilling en un reciente
artículo, “Any Covid-19 vaccine must be treated as a global public good”
(Financial Times, 14-5-2020), en cuyo título aparece una palabra “público” que
tantas confusiones genera. Ya se sabe que la expresión “going public” no significa
que una compañía pasa a ser propiedad del Estado, sino que accede a los mercados
bursátiles, donde el “público” puede comprar y vender títulos.
Dejando al margen esas disquisiciones semánticas,
en absoluto triviales, lo prioritario es, lógicamente, que alguno de los
numerosos proyectos de investigación en curso pueda lo más pronto posible obtener
un remedio eficaz. Una vez se logre esa anhelada meta, como señala Pilling, “cualquier
vacuna debe desarrollarse para crear el máximo beneficio posible a la salud
pública [de nuevo, la salud de toda la población]. Esto significará priorizar a
los médicos, a los enfermeros y a otros trabajadores en primera línea, así como
a las personas más vulnerables a la enfermedad, no importa dónde vivan ni
cuánto puedan pagar”.
Será fundamental, en suma, que la vacuna pueda
convertirse en un bien colectivo o social absolutamente universal. Para ello
será preciso afrontar los costes correspondientes, que, según algunas
estimaciones recogidas en el artículo citado, podrían tener un coste unitario
muy moderado, que, para el conjunto de la población mundial, ascendería a
20.000 millones de dólares. Cifra este que se antoja ridícula en comparación
con el beneficio asociado, pero que, en cualquier caso, habría de ser afrontada
de alguna manera. Aquí sí que entraría en juego el sector público, pero no
habría que descartar que, como, de hecho, ya ha ocurrido durante la pandemia, desafiando
las convenciones tradicionales, el sector privado también se implicara en una
causa tan crucial para la supervivencia de la humanidad y la recuperación de
las pautas típicas de las sociedades libres, integradas e interconectadas.