Después
de leer “1793”, primera novela de Niklas
Natt Och Dag[1],
uno se ve inclinado a pensar que, o bien el contenido histórico de dicha obra
se aparta completamente de la realidad, o la construcción de la Suecia
contemporánea constituye un auténtico milagro. Y, sin necesidad de estar
demasiado influenciado por el “sesgo retrospectivo”, la evocación de la
sociedad sueca de finales del siglo XVIII no refleja un cuadro muy estimulante
para haber formado parte de él, ni tampoco para experimentar algún sentimiento
de orgullo como posibles herederos de lo acontecido en aquella época.
Sí eso era así a raíz de la primera entrega de la
trilogía, con la segunda, el negro e inquietante panorama no sólo no se atenúa,
sino que se acentúa hasta extremos impensables. En verdad uno no sabe adónde se
llegaría si, con tales antecedentes, se aplicaran los patrones de “revisionismo
histórico” que, de manera intempestiva e irrestricta, están causando estragos
en muchas partes del mundo. Así, en una fase de depuración selectiva de los rastros
de las prácticas esclavistas, llama la atención la exoneración, declarada o
consentida, para las actuaciones y posicionamientos de determinados países,
colectivos y organizaciones. A la isla antillana de San Bartolomé, en pleno
dominio sueco, nos traslada la trama de la novela, para recordarnos la infamia
del tráfico de esclavos, en absoluto rebajada por el sello escandinavo.
Mi primera intención, amparada en el amargo sabor,
combinado con la profunda repulsión de algunos de los episodios narrados, era no
continuar con la lectura de la trilogía. Pero, quizás como consecuencia de una
especie de “síndrome de Estocolmo” literario, casi sin darme cuenta me vi de
nuevo deambulando por las sórdidas callejuelas y tabernas de la capital sueca,
de la mano del sufrido y desafortunado Mickel Cardell. En esta ocasión
acompañado, de una extraña y peculiar manera, por los tres hermanos Winge. Eran
tres, pero, eventualmente, no sabemos cuántos son con certeza, ni quién es cada
cual. El lector no puede fiarse en ningún momento de los giros preparados por
el autor.
Resulta sumamente difícil poder discernir en qué
medida los ambientes y los personajes descritos en una novela como “1794” se
apartan del curso de los hechos, pero una cosa queda clara. Ha nacido un
escritor de novela negra histórica de primer nivel. Conocedor profundo de la anatomía
de Estocolmo, describe escrupulosamente sus contornos y su configuración más
íntima, logrando transportarnos a hábitats inmundos, y haciéndonos percibir unas
condiciones de vida extremadamente deplorables. La simple comparación de tales
condiciones con las de un ciudadano medio de la Suecia actual evitaría leer un
buen número de páginas de la obra de Pinker, y, asimismo, de tener que confrontar
una batería de indicadores, para constatar el progreso de la humanidad. Algo
que, desafortunadamente, no se cumple, ni de lejos, respecto a los habitantes
de otras áreas.
“1794” tiene una serie de rasgos compartidos con su
antecesora; la corrupción y la perversión de algunos personajes, ya actúen
individual o concertadamente, llegan a cotas extremas o monstruosas. La fineza,
la ética o la urbanidad, salvo excepciones muy contadas, están ausentes del
universo niklasiano, en el que no cabe ningún tipo de concesión, ni a la
justicia ni a las expectativas del lector.
Para finalizar esta breve nota, sólo un pequeño
consejo a alguien que se disponga a emprender la lectura de la segunda novela
del señor “Noche y Día”, el de que se abstenga de ojear el texto de la contraportada
del libro. Contiene una inapropiada, por anticipatoria, información, que es
preferible posponer y confirmar en el interior de la trama. Los renglones torcidos
con los que se escribe la historia, según parece, no son exclusivos de ningún
país. Aunque, por supuesto, unos están bastante más torcidos que otros.