Una de las primeras lecturas de una tesis doctoral
a las que asistí como espectador, en septiembre del año 1982, estuvo marcada
por la tragedia en el aeropuerto de Málaga. En otras posteriores pude comprobar
los elevados riesgos que solían afectar, sobre todo en una época bastante más
retrasada en infraestructuras y en medios de transporte, a actos de esa
naturaleza. Pero no era concebible que pudiera existir otra forma de defender
una tesis sino a través de una ceremonia protocolaria con la presencia personal
de todos los intervinientes en sesión pública. Las tradiciones académicas eran
hasta ahora difíciles de doblegar. Parecían inexpugnables… Hasta que llegó un
virus tan letal como asimétrico; por un lado, capaz de retrotraernos a la Edad
Media y, por otro, de catapultarnos de la noche a la mañana hacia un triste
futuro carente de interacción presencial. También el virus ha revolucionado o,
más bien, involucionado el campus. Decididamente, no es un virus progresista,
aunque se asocie a la digitalización, sino retroprogresista, y totalitario,
como todo aquel que no permite elegir, que se limita a imponer su ley de
hierro.
El procedimiento para la obtención del grado de
doctor ha tenido importantes cambios a lo largo de las últimas décadas. Y una
cosa es cierta, se ha ampliado extraordinariamente el abanico de lo que se
entiende por una tesis doctoral. Un prestigioso académico me comentaba no hace
mucho que su propio título constituye a veces un buen indicio de su verdadero
contenido investigador. Me habló de una, que había tenido la oportunidad de
leer, que partía ya lastrada por un título mal concebido y hasta erróneo en su
significado. No quiso revelarme el nombre del autor, al parecer un conocido e
influyente economista.
Desde que accedí al mencionado grado, allá por el
año 1985, he participado en un considerable número de tribunales de tesis. He
estado en los escenarios más diversos, pero nunca podía imaginarme que iba a
asistir a una sesión no presencial. Cierto es que los medios telemáticos evitan
tener que realizar desplazamientos físicos, pero la gran cantidad de pasos a
dar hasta culminar el proceso puede llegar a ser una carga bastante onerosa.
Después de sortear todo tipo de vicisitudes y
trámites llegamos, por fin, a la sala oficial imaginaria. Allí encontramos rostros
expectantes y otros que intuimos se esconden en los rincones de la sala amorfa. Es
imposible no sentir vértigo ante lo intangible, apoyados en unos cimientos tan
precarios, sujetos por hilos invisibles. La soledad se adueña de nosotros y las
palabras reverberadas flotan a la búsqueda de un destino esquivo. El vacío lo
llena todo.