Hay nombres míticos que se forjan un sitio destacado en el fértil huerto de la imaginación infantil, ávida de sueños y aventuras. A pesar de que ese lugar fue, poco a poco, perdiendo su verdor y su viveza, algunos de ellos todavía mantienen el eco de su recuerdo incólume, heredero de momentos inolvidables, de deleite sin igual, en los que aprendimos a explorar los confines del mundo. Karl May es uno de ellos. Entusiasmado con la lectura de algunas de sus narraciones, lamenté que la escasa oferta que llegaba a las librerías conocidas de mi ciudad no me permitiera seguir ampliando los horizontes de la mano del escritor alemán.
No hace mucho, circunstancialmente, en una librería del centro, descubrí que habían reeditado algunas de sus obras. Una de ellas contiene las peripecias de Kara Ben Nemsi “A través del desierto”.
Ahora me doy cuenta de que han transcurrido algunos años, más o menos cincuenta, desde aquellas primeras lecturas infantiles, y, claro, hay que entender que, pese a que no sea demasiado tiempo -casi un suspiro-, las cosas ya no se ven con los mismos ojos. Aunque nada puede privarnos de la emoción de ir al reencuentro de los escritores encumbrados en la mente infantil.
El viaje por el desierto nos hace recuperar muchas sensaciones y vivencias imaginadas, y también, insospechadamente, toparnos con una “impagable” manifestación de una peculiar “exacción impositiva”. En uno de los relatos, en una escena acaecida en un poblado del desierto tunecino, un personaje que exige ser llamado Yenahin-iz o Hazredin-iz, o sea, “vuestra gracia” o “vuestra alteza”, dicta una peculiar sentencia: “Tus delitos son los siguientes: has sobornado a dos fieles para que te sirvan; quince bastonazos; En segundo lugar, te has atrevido a molestarme en mi kef, quince palos más… Y como, además, tengo derecho a exigir el vergi, o sea el impuesto sobre mis sentencias, desde ahora todo lo que posees me pertenece: todo queda confiscado”.
Es una lástima que no aparezcan más detalles de esa peculiar peculiar y extrañísima figura “impositiva”, aunque no parece que pudiera gozar de una situación decorosa si intentáramos pasarla por el filtro de los principios de la imposición. Lo que, sin necesidad de tales florituras, queda fehacientemente probado en el relato es la rapacidad y la taima de aquel vekil, dotado de enorme avidez no solo recaudatoria sino también confiscatoria.
Estuve a punto de caer en el “pérfido chott” y, al final de la estrecha franja del sendero, aguardadan nuestros perseguidores. Me debí de quedar dormido al tratar de encontrar el camino del oasis. Al despertarme no sabía dónde estaba, pero vi el rostro del vekil con su sonrisa de hiena disponiéndose a aplicar su sentencia.
Para mi sorpresa, ya no estábamos en el año 1970, sino en el año 2020, a punto de comenzar la Semana Santa más extraña de la historia. Para mi desazón, comprobé que el vekil se había escapado del libro. Para colmo, vi aparecer al comendador de Murakami, quien me susurró al oído que el personaje de May ya no volverá a recluirse en el libro, y me advirtió de que se ha adueñado de armas más peligrosas, que lo blindarán para siempre en el vergel situado en el centro del desierto que se avecina.