Hace años, desde la más plena convicción, escribía que el deporte era un ingrediente esencial para mantener a punto el engranaje social y también el aparato productivo. No podía concebirse -esgrimía- la vida sin el deporte, como práctica activa, como espectáculo, o como un elemento consustancial de la propia personalidad de cada uno. ¿Qué sucedería -me preguntaba- si, al término de las vacaciones estivales, no existiera el aliciente del inicio de las competiciones deportivas, si no se contara con la válvula de escape de los eventos deportivos de los fines de semana, si no pudiera vivirse la pasión de la identificación con un club…? El deporte es una de las fuentes imprescindibles de energía que impulsa toda la maquinaria económica y social.
Pero hoy, en medio de la pandemia que nos subyuga, han saltado por los aires todos los esquemas y se han truncado los paradigmas en los que se basaba nuestro modo de vida. Las prioridades se han alterado de manera radical. Lo que creíamos primordial se ha hundido en la escala de valoraciones, mientras que elementos que permanecían ignorados o se daban por sentados, como piezas intocables e incuestionables, ahora no nos explicamos cómo pueden haberse esfumados. Y no acabamos de entender cómo es posible que antes pasaran tan desapercibidos.
Cuando una enfermedad terrible nos ha devuelto a la Edad Media, y sega, sin pausa, vidas de personas, privadas de la compañía de sus seres queridos; cuando ese cruel pasajero incansable ha secuestrado nuestra libertad, poniendo nuestro mundo del revés, el deporte, como tantas otras cosas, se ha devaluado. Ya nada es lo mismo. Ni la grandeza de Nadal, ni la magia de Federer, ni el virtuosismo de Messi, ni la infalibilidad de Curry, ni la velocidad de Bolt, ni el ambiente de Anfield, ni siquiera la encarnizada rivalidad entre el Madrid y el Barcelona, se ven con los mismos ojos.
El nuevo dictador viral ha decretado la inhabilitación de los equipos y de los estadios. Ha prohibido el deporte, pero, aunque diera una tregua, quién podría disfrutar de exhibiciones deportivas otrora sublimes, quién podría sustraerse del drama cotidiano con la incertidumbre de un resultado, quién podría saltar de alegría por la victoria de su equipo… Al menos mientras no sea frente a ese terrible enemigo.
“Is the game over?”. Desde una sensación de pesimismo y de abatimiento, así lo parece.
En un artículo reciente, The Economist (“Professional sports: the game’s the thing”, 21-3-2020) se hace eco de la relevancia del deporte en diversos órdenes, y admite -¡albricias!- que “las cancelaciones [de los eventos deportivos] son entendibles. Permitir que se congreguen grandes números de personas [lo que se permitía hasta antes de ayer] durante una pandemia parece un gran riesgo” (sic).
Y, tras este sesudo planteamiento, muestra su respaldo a una propuesta de congregar a deportistas de élite, controlar su no afección por la enfermedad, y mantenerlos en una zona reservada donde se organizarían “partidos de las estrellas” para el entretenimiento del público. Al fin y al cabo, durante la segunda guerra mundial se celebraban distintas actuaciones como terapia para las sufridas tropas.
Es posible que, incluso en este estado de sitio que ahora padecemos, acosados por un enemigo atroz, haya que tener el ánimo levantado, y que el deporte pueda ser un aliado para tal fin. Sin embargo, pese a ello, pese a todo el reconocimiento de la relevancia que merece el deporte, mientras dure la pandemia será una energía degradada.
Aun así, siempre nos quedará el recuerdo y el aliento del espíritu de Ciudad Jardín.