13 de marzo de 2020

“La desaparición de Stephanie Mailer”, o la desesperación del lector

Joël Dicker protagoniza uno de los fenómenos literarios más fulgurantes de los últimos años. Es uno de los reyes Midas del mercado novelístico, además de encontrarse entre los más precoces. Ya su primera novela, que no fue la que primeramente apareció en España, obtuvo un premio en Suiza, su país natal, y, poco después, con “La verdad sobre el caso Harry Quebert”, rompió registros; no solo en ventas, también en el uso de los flashbacks como recurso narrativo.

Esa práctica llega al paroxismo en su última novela, “La desaparición de Stephanie Mailer” (2018). Ese rasgo, unido a sus casi 650 páginas, hace que la lectura se convierta en una ardua tarea para un lector a tiempo parcial en la franja horaria que marca la pugna diaria con los designios de Morfeo. El primer intento estaba condenado a ser fallido. Meses después, el segundo encontró el mismo sino, contando, eso sí, con el auxilio del préstamo del ejemplar ante la petición de una entusiasta seguidora del escritor suizo.

Hace muchos años, un profesor, en el bachillerato elemental, me recomendó con insistencia que nunca prestara un libro a un amigo, ya que ello sería garantía de incurrir en dos pérdidas, la del libro y la del amigo. Aunque los lazos de la amistad suelen ser resistentes ante situaciones de descuido en el retorno de las obras cedidas, la propensión a esa mala práctica, como acredita la experiencia a lo largo de años, tiende a incrementarse en el caso de simples conocidos.

En cualquier caso, la recomendación de aquel profesor, que me introdujo en las primeras nociones del latín, constituye una valiosa regla a tener presente. Pocas excepciones he conocido a la misma en los préstamos de libros efectuados a lo largo de mi vida, en muchas ocasiones de forma absolutamente incauta. Por ello, la recuperación, un tanto inesperadamente, de la referida novela representa una excepción, que, naturalmente, viene a significar, no una confirmación, sino un desafío a la citada regla. De manera que la ocasión merecía que se completase de una vez el empeño, retomándolo desde un primer momento para tratar de perfilar todos los detalles del sinuoso hilo narrativo.

En las condiciones descritas, el esfuerzo ha sido ímprobo, sin tener la sensación de que haya merecido demasiado la pena. Adentrarse en una lectura basada en un sinfín de vaivenes, salpicados de continuos retrotestimonios de una pléyade de personajes, se convierte en un auténtico calvario. Al margen de este aspecto formal, la novela arranca con la inesperada reapertura de un caso de homicidio múltiple acaecido veinte años atrás en una pacífica ciudad de Los Hamptons.

Los ingredientes de intriga se van expandiendo a medida que van desplegándose las piezas de un complejo rompecabezas que habían pasado completamente inadvertidas en primera instancia. El lector se va encontrando con sucesivas entregas de muñecas rusas. Cuando ya ha aparecido la más pequeña hace acto de presencia un nuevo repertorio, sin que puedan dejar de mencionarse algunas situaciones, actuaciones y explicaciones rayanas en lo inverosímil e incluso en lo ridículo. Así hasta la recta final, donde, sorprendentemente, el desenlace y la resolución del caso llegan en un tropel abrupto.

No es nada fácil realizar un análisis coste-beneficio personal tras la lectura de un libro. Habría que dedicar algún tiempo para hacerlo de forma rigurosa, pero la primera impresión es que, en el caso referido. el resultado no sería de los más prometedores.

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