Aunque es difícil rebatir la
tesis de Edmund Burke según la cual “Establecer impuestos y agradar no está al
alcance de los hombres” (tampoco de las mujeres), no lo es menos que la
“resistencia” social a los tributos es una cuestión de grado. Si hay impuestos
que pertenecen a la categoría de las “marías” en este apartado, uno de ellos es
el Impuesto sobre las Transacciones Financieras (ITF), también conocido como el
“impuesto Robin Hood” (diario Sur, 4-3-2018).
Su accidentado rumbo en el
panorama internacional está marcado por algunos equívocos. A pesar de la
extendida denominación de “Tasa Tobin”, no se trata de una tasa (tributo
exigido por la prestación de un servicio público de demanda ineludible), sino
de un impuesto (tributo, sin contraprestación, exigido por la realización de determinadas
operaciones). Tampoco responde a la propuesta efectuada por James Tobin, hace
casi 50 años, orientada a frenar las operaciones especulativas en divisas. Una
idea similar a esta última, para el mercado de valores, fue lanzada por Keynes
varias décadas antes.
Desde hace años existe una
iniciativa para la implantación de un ITF en el ámbito de la Unión Europea. Al
no contar con una adhesión plena de los Estados Miembros, se puso en marcha un procedimiento
de cooperación reforzada limitado a un conjunto de países, sin que, hasta la
fecha, se haya logrado el propósito. Ante ese retardo, el gobierno español ha
decidido pasar a la acción con la presentación de un proyecto de ley, siguiendo
la estela de otros países de nuestro entorno, y tomando como referencia una
propuesta alemana. La justificación dada apunta a fines recaudatorios y de
equidad, por cuanto “las operaciones que ahora se someten a tributación con
carácter general no se encuentran sujetas efectivamente a impuesto alguno en el
ámbito de la imposición indirecta”, lo que, circunstancialmente, también ocurre
respecto a otras transacciones financieras.
La propuesta de ITF
circunscribe su hecho imponible a las operaciones de adquisición de acciones de
sociedades españolas cotizadas y con un valor capitalización bursátil superior
a los 1.000 millones de euros. Es éste un grupo bastante selecto, integrado en
la actualidad por unas 60 sociedades.
Con objeto de impedir la
elusión, el impuesto grava todas las operaciones relacionadas con las referidas
empresas españolas, con independencia de dónde residan las partes que intervengan
en la operación. Y, en buena lógica, se incluyen las compras, una vez que se
materialicen, a través de derivados, como, por ejemplo, opciones.
El tipo de gravamen previsto
es del 0,2% sobre el precio de la transacción. Para una compra de acciones valoradas
en 1.000 euros, el adquirente deberá pagar la suma de 2 euros. Para una
inversión a 1 año, con una tasa de rentabilidad del 4% anual, el impuesto absorbería
un 5% del rendimiento obtenido (2 sobre 40 euros). Aunque, en principio, de
forma modesta para los inversores estables, el ITF viene a presionar sobre el
coste del capital, es decir, que los inversores pasarían a exigir algo más de
rentabilidad para estar dispuestos a invertir en las acciones objeto de tributación.
Evidentemente, el montante del impuesto llegaría a ser muy gravoso si se
realizan operaciones de alta frecuencia. La recaudación prevista se cifra en
torno a los 850 millones de euros anuales.
El gravamen se limita a las
operaciones que tengan lugar en el mercado secundario, es decir, una vez que
han sido emitidas las acciones, y con independencia de si son con finalidad
especulativa o para la constitución de carteras a largo plazo. Los destinatarios
del impuesto son los adquirentes de acciones, ya sea directamente o por
mediación de inversores institucionales, como los fondos de inversión y de
pensiones.
La valoración del ITF, en
general, es controvertida, y aflora algunos puntos débiles desde la perspectiva
de los principios de la imposición, como exponíamos en un trabajo anterior (DT
01/2017, IAES, Universidad de Alcalá).
(Artículo publicado en el
diario “Sur”, con fecha 15 de marzo de 2020)