Un estado de confinamiento es intrínsecamente incompatible con una sociedad libre. Pero difícilmente podía preverse que fuera más bien una bendición como única vía de defensa ante el acoso de un enemigo implacable, que la experiencia ha ido transformando de episodio banal en castigo nocivo y letal. Por lo demás, la considerablemente laxa interpretación del carácter esencial de las actividades productivas hace que numerosas personas, a su pesar, hayan de incumplir dicha drástica medida, exponiéndose a un contagio que no es tan trivial como algunos, desde el desconocimiento y/o la irresponsabilidad, proclamaban. La heroica e imprescindible labor de algunos colectivos distinguidos no solo sirve para mantener el suministro de los bienes y servicios básicos sino, ante todo, para salvar vidas humanas.
La gente de mi generación vivimos nuestra infancia bajo la sombra de los años del hambre y los relatos de la guerra civil, y sufrimos el aguijón de la emigración de nuestros familiares más allegados, para comprobar luego que no nos esperaba un camino de rosas. Resignados a nuestra suerte, nos esforzamos día a día para salir adelante. No fue fácil. Siempre supimos que nadie vendría a regalarnos nada y que cualquier meta había que ganársela a pulso. Estábamos preparados para el sacrificio, pero nunca habíamos imaginado que nos tendríamos que enfrentar a un enemigo tan taimado, cruel y poderoso.
Aunque no hace mucho hemos sufrido, material y anímicamente, los efectos de la terrible pandemia financiera de 2007-2008, “and its aftermath”, no nos encontrábamos preparados para experimentar, ya en pleno siglo XXI, lo que, hasta ahora, simplemente habían sido imágenes lacerantes de epidemias o plagas terribles ancladas en los libros de historia, recreadas en pantallas de cine o narradas en novelas desgarradoras.
Como desgarradores son los textos bíblicos que nos relatan con prosa electrizante los padecimientos del pueblo egipcio, sobre el que fue recayendo, uno tras otro, de manera programada, una sucesión de azotes. Volver a las páginas del “Éxodo” nos permite rememorar aquellos tremendos episodios y, por qué no, también, como mero entretenimiento mental, trazar alguna comparación con el que nos toca vivir estos días lúgubres.
Mucho, sin duda, debieron de sufrir los egipcios por mor del terco faraón, cuyo “corazón se [había] obstinado”. Pese a todo, la situación de entonces tenía algunas ventajas comparativas con la presente. Los castigos dependían exclusivamente de un poder absoluto, centralizado y omnímodo. En el otro lado, también una sola voluntad tenía la potestad de poner término a los escarmientos. Y, además, el proceso contaba con dos intermediarios autorizados, Moisés y Aarón, que, pese a ser mayores de ochenta años, manejaban información exacta y pronósticos que se cumplían a rajatabla.
En contraposición, en la guerra que ahora se libra en el mundo, las víctimas se enfrentan a un mortífero ejército dotado de infinitos escuadrones que, sin misericordia ni control, extienden el pavor por todo el orbe, aprovechándose de portadores inconscientes que ayudan a un enemigo implacable, caprichoso y letal. Y, además, la población hostigada no cuenta con portavoces tan acreditados como aquellos perseverantes hermanos octogenarios.
Finalmente, “cuando el faraón dejó marchar al pueblo, Dios no los guió por el camino de la tierra de los filisteos, aunque es el camino más corto, pues dijo: -No sea que, al verse atacado, el pueblo se arrepienta y se vuelva a Egipto”.
A veces, la línea recta no es el camino más corto entre dos puntos. Puede prescindirse de ella para tratar de alcanzar una meta. No puede, sin embargo, prescindirse de la rectitud. Sin embargo, hay personas a las que no se plantea este dilema. Nunca la han conocido.