9 de febrero de 2020

La nueva brecha inflacionaria: percepciones vs realidades


Tradicionalmente ha sido un clásico en España, especialmente cuando vivíamos con unos precios rampantes. Una cierta dosis de descreimiento popular se daba por descontada. Para bastante gente, la medición oficial del Índice de Precios al Consumo (IPC) no reflejaba el verdadero incremento de los precios de los bienes y servicios.

Pero esa suerte de pensamiento “rápido” puede provenir de nuestra reticencia a comprobar en qué medida la composición de la cesta de consumo utilizada para la medición del IPC coincide o no con la nuestra, y cómo difieren los pesos de los distintos componentes, aparte del lugar de residencia y de dónde efectuemos nuestras compras. Cada uno de nosotros necesitaría que se le preparara un IPC personalizado.

No se resolverían así todos los escollos metodológicos para garantizar una medición fiable y homogénea a lo largo del tiempo. Los cambios en las características y la calidad de los productos no pueden ser soslayados.

Pero, al margen de esa tendencia “estructural”, en una época de bajas tasas de inflación, cuando no con riesgo de adentrarnos en el terreno de la deflación, hay un fenómeno que se observa en los principales países desarrollados de uno y otro lado del Atlántico. Las tasas de inflación percibidas por los ciudadanos se sitúan considerablemente por encima de las manejadas por las autoridades económicas y monetarias. Diversas encuestas revelan una gran brecha entre las percepciones sociales y las tasas oficiales de variación de los precios, en el caso de la Eurozona nada menos que la que media entre el 9,5% y el 1,8% anuales en el período 2004-2015.

¿A qué puede deberse semejante divergencia? Aparte de los aspectos antes señalados, que pueden ayudar a explicar ciertas diferencias, desajustes como los señalados han de obedecer necesariamente a: i) alguna deficiencia metodológica en la definición y/o la medición de los índices relevantes; ii) algún sesgo en el terreno de la psicología económica; o iii) una mezcla de los factores anteriores.

Las estadísticas oficiales de precios fueron ya objeto de crítica con ocasión de la gran crisis económica y financiera iniciada en 2007-2008, al no haber recogido, ni, consiguientemente, transmitido, la verdadera evolución de los precios de la vivienda. La infrarrepresentación del coste de grandes partidas que afectan al coste la vida (vivienda, sanidad, educación) se menciona actualmente como posible causa explicativa de la referida divergencia. De manera particular, como recuerda Benoît Coeuré, hasta hace poco miembro del Comité Ejecutivo del Banco Central Europeo (BCE), en la Unión Europea, el Índice de Precios al Consumo Armonizado (IPCA) “capta sólo marginalmente la partida de gasto más importante en el ciclo de vida de las familias -el coste de la vivienda. Los costes de la vivienda se incluyen actualmente en el IPCA a través de los alquileres reales, con un peso del 6,5%. Los costes de las viviendas ocupadas por sus propietarios, en contraposición, no se incluyen, a pesar de que más del 65% de las familias en la Eurozona son propietarias de su vivienda principal”. Sin embargo, tales costes sí son incluidos en Estados Unidos, Japón y Suiza.

Adicionalmente, habría que tener en cuenta la incidencia, psicológica o real, de las -en el mejor de los casos- modestas subidas salariales, el alza de determinadas cargas tributarias, o el pago por servicios hasta hace poco gratuitos, sin que, por el contrario, se aprecien con igual intensidad otros de acceso libre.

Especialmente llamativo es el reciente decremento de los salarios en Estados Unidos, pese a la tasa de desempleo históricamente reducida en dicho país. Según algunos analistas, la ausencia de crecimiento en los salarios, durante un período de sustancial bonanza económica, ha llevado a los inversores a creer que la inflación no se materializará en un plazo breve.

De otro lado, una cuestión que merece ser objeto de un tratamiento específico es la concerniente al impacto de las innovaciones tecnológicas y la mejora de la calidad. Cuando adquirimos un producto, por ejemplo, un nuevo smartphone, a un precio superior al del que teníamos anteriormente, podríamos interpretar que el incremento del coste representa inflación pura, pero los estadísticos consideran que parte del aumento refleja la innovación y la mejora en la calidad y, en consecuencia, la descuentan en el cómputo del índice de precios. Pero, como advierte Clair Jones (Financial Times, 27-1-2020), difícilmente una persona considerará que comprar un nuevo ordenador o un nuevo dispositivo que le cuesta 100 euros más que el antiguo es un cambio deflacionario.

En algunos otros casos se dan asimismo percepciones erróneas, como a raíz del denominado “efecto Amazon”. Las bajadas de precios inducidas en algunos segmentos por los servicios de venta online son interpretadas como producto de una mayor eficiencia tecnológica, y no como reducciones del precio final de los productos (Francisco Rodríguez, Expansión, 30-1-2020).

Por último, un fenómeno, inherentemente subrepticio en su incesante merma de la capacidad adquisitiva como es la rémora fiscal inflacionaria, ve acentuado ahora ese carácter en presencia de unas tasas de inflación muy moderadas. Así, aunque paulatinamente, la aplicación de una tarifa progresiva en un impuesto sobre la renta no ajustado a la inflación va restando poder adquisitivo en términos reales.

Sean cuales sean las verdaderas razones, lo cierto es que, si prevalece un acusado contraste entre las tasas de inflación manejadas por los bancos centrales y las que perciben los individuos, las políticas aplicadas por aquellos tenderán a carecer de sentido. Así, como ha señalado Martin Arnold (Financial Times, 19-1-20), si el público cree que los precios están creciendo más rápidamente de lo que indican las estadísticas oficiales, le costará trabajo entender por qué el BCE mantiene los tipos de interés en terreno negativo. Y no falta quien considera que la intención del BCE de incorporar el coste de la vivienda propia puede obedecer al intento de acortar artificialmente el desfase respecto a su objetivo de inflación, anclado en torno al 2% anual.

Según el Instituto Nacional de Estadística, desde que se implantó el euro (año 1999) hasta 2019, el IPC aumentó en España un 54,8%, esto es, a una tasa anual media (acumulativa) del 2,1%. ¿Validaría Vd. tales cifras?

(Artículo publicado en diario “Sur”, con fecha 8 de febrero de 2020)

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