Los países participantes en la Cumbre de la Tierra de Río se
comprometieron, en el año 1992, a evitar el cambio climático mediante la
reducción de las emisiones de gases causantes del “efecto invernadero”. Sin
embargo, el 50% de todo el dióxido de carbono (CO2) lanzado a la atmósfera por
la acción humana desde la Revolución Industrial ha tenido lugar desde 1990. Las
meras declaraciones de intenciones son totalmente ineficaces para alcanzar
cualquier meta y, de manera particular, para afrontar un problema de tal envergadura
como el señalado.
Tratar de mitigar el cambio climático requiere de la puesta en
marcha inaplazable de un amplio abanico de medidas que pongan freno a las
referidas emisiones. Una de las causas fundamentales del exceso de éstas responde
a la existencia de externalidades negativas asociadas al uso de combustibles.
Se da una externalidad negativa cuando quien lleva a cabo una actividad no
tiene en cuenta los efectos perjudiciales ocasionados a otras personas o a la
sociedad, con lo que su nivel de actividad excede del que resultaría óptimo
desde un punto de vista social.
Hace ya un siglo, el análisis económico identificó una solución para
ese tipo de situaciones: aplicar un impuesto de forma que los agentes económicos
tengan en cuenta el daño causado con su actuación. En Estados Unidos, un grupo
de economistas integrado, entre otros, por 27 Premios Nobel y 4 expresidentes
de la Reserva Federal, han suscrito un documento en el que respaldan el papel
de un impuesto sobre el carbono como el instrumento con mejor relación coste-eficacia
para reducir las emisiones de dióxido de carbono a la escala y al ritmo
necesarios. En los mismos términos se pronuncia la European Association of
Environmental and Resource Economists, así como el Fondo Monetario
Internacional (FMI).
Un impuesto sobre el carbono consiste en el establecimiento de una
carga sobre las emisiones de CO2 liberadas por el uso de
combustibles fósiles. La forma más fácil de implementarlo, desde un punto de
vista administrativo, es mediante el gravamen de la oferta o suministro de tales
combustibles -carbón, petróleo, y gas natural- en proporción a su contenido de carbono.
La aplicación de un impuesto de estas características, en la
medida en que se traslada a los precios, induce a las personas y a las empresas
a buscar vías para reducir las emisiones, conservar la energía, o adoptar
fuentes de energías renovables. Un sistema de emisión de derechos
comercializables, en el que las empresas deben estar en posesión de un permiso
por cada tonelada de emisión, dentro de un límite fijado por el gobierno, es
equivalente en la práctica a la aplicación de un impuesto sobre el carbono.
Existen otros instrumentos de mitigación que pueden aplicarse con
la misma finalidad: a) “Feebates”, consistentes en el establecimiento de cargas
sobre los productos y actividades con tasas de emisión superiores a la media, y
la concesión de subvenciones a los que tienen tasas inferiores a la media; b) Regulaciones,
mediante la fijación de estándares o de limitaciones. El FMI concluye que un
enfoque basado en el precio -a través de un impuesto o de los permisos de
contaminación- es más apropiado que las otras alternativas.
Numerosos países aplican ya alguna modalidad de impuesto sobre el
carbono, pero el precio medio global resultante es de 2 dólares por tonelada,
importe sumamente reducido en comparación con el estimado de 75 dólares por
tonelada para 2030, asociado al objetivo de que el incremento de la temperatura
no supere los 2°C.
Un tributo que actuara a la escala necesaria generaría un impacto
relevante en el precio de productos esenciales dentro del presupuesto familiar.
Con un tipo de 75 dólares por tonelada, en los principales países europeos, el
precio del carbón se multiplicaría por más de 2; el del gas natural aumentaría
un 50%; el de la electricidad, entre un 2% y un 18%; y el de la gasolina, algo
menos de un 10%.
Un impuesto como el señalado conllevaría costes como consecuencia
de los cambios inducidos (tránsito a tecnologías más limpias pero más costosas,
y disminución de la actividad económica global a causa de los mayores precios
de la energía), pero, en el otro lado de la balanza, permitiría cosechar
importantes beneficios (menores muertes por contaminación del aire, disminución
de la congestión del tráfico y de los accidentes, y efectos positivos sobre el
clima). Según las estimaciones del FMI, con dicho impuesto, en los países del
G20, habría 725.000 personas fallecidas menos en 2030 por causa de la
contaminación del aire.
Aun cuando existe una plena justificación para la adopción de
medidas de política económica para hacer frente al cambio climático, entre
ellas las de carácter fiscal, su aplicación se enfrenta con diversos
obstáculos: resistencia de los países a implementar acciones unilaterales que
benefician a la humanidad en su conjunto, pero que pueden perjudicar su
competitividad internacional. Haría falta, pues, un enfoque coordinado
internacionalmente.
A fin de evitar distorsiones en el comercio internacional, sería
oportuno incorporar un sistema de ajuste del carbono en frontera, en virtud del
cual se establecería una carga sobre las emisiones de carbono no gravadas
incorporadas en las importaciones de bienes. Por otro lado, para evitar el
inconveniente de exigir el mismo sacrificio a países con emisiones per cápita
muy dispares, se ha propuesto un esquema de incentivos: los países cuyas
emisiones superen la media global tendrían que contribuir a un fondo común; los
países con emisiones por debajo de dicha media recibirían una compensación.
En todo caso, puesto que la aplicación de un impuesto sobre el
carbono se concibe como una iniciativa neutral desde el punto de vista
recaudatorio, cobra especial relevancia el destino de los ingresos obtenidos. Al
margen de que el retorno de la recaudación de forma igualitaria sería redistributivo,
la aprobación de medidas selectivas para los colectivos especialmente
vulnerables resultaría crucial. Asimismo, la optimización de las “subsidios
verdes” ligados a las nuevas tecnologías es otro de los elementos a considerar.
Si bien toda predicción del futuro ha de hacerse en términos
probabilísticos, es una certeza que se da un fallo del mercado cuando el precio
de un recurso no recoge todas las consecuencias de su uso para la sociedad,
presente y futura.
(Artículo publicado en el diario “Sur”, con fecha 2 de febrero de
2020)