3 de febrero de 2020

El impuesto sobre el carbono ante el cambio climático


Los países participantes en la Cumbre de la Tierra de Río se comprometieron, en el año 1992, a evitar el cambio climático mediante la reducción de las emisiones de gases causantes del “efecto invernadero”. Sin embargo, el 50% de todo el dióxido de carbono (CO2) lanzado a la atmósfera por la acción humana desde la Revolución Industrial ha tenido lugar desde 1990. Las meras declaraciones de intenciones son totalmente ineficaces para alcanzar cualquier meta y, de manera particular, para afrontar un problema de tal envergadura como el señalado.

Tratar de mitigar el cambio climático requiere de la puesta en marcha inaplazable de un amplio abanico de medidas que pongan freno a las referidas emisiones. Una de las causas fundamentales del exceso de éstas responde a la existencia de externalidades negativas asociadas al uso de combustibles. Se da una externalidad negativa cuando quien lleva a cabo una actividad no tiene en cuenta los efectos perjudiciales ocasionados a otras personas o a la sociedad, con lo que su nivel de actividad excede del que resultaría óptimo desde un punto de vista social.

Hace ya un siglo, el análisis económico identificó una solución para ese tipo de situaciones: aplicar un impuesto de forma que los agentes económicos tengan en cuenta el daño causado con su actuación. En Estados Unidos, un grupo de economistas integrado, entre otros, por 27 Premios Nobel y 4 expresidentes de la Reserva Federal, han suscrito un documento en el que respaldan el papel de un impuesto sobre el carbono como el instrumento con mejor relación coste-eficacia para reducir las emisiones de dióxido de carbono a la escala y al ritmo necesarios. En los mismos términos se pronuncia la European Association of Environmental and Resource Economists, así como el Fondo Monetario Internacional (FMI).

Un impuesto sobre el carbono consiste en el establecimiento de una carga sobre las emisiones de CO2 liberadas por el uso de combustibles fósiles. La forma más fácil de implementarlo, desde un punto de vista administrativo, es mediante el gravamen de la oferta o suministro de tales combustibles -carbón, petróleo, y gas natural- en proporción a su contenido de carbono.

La aplicación de un impuesto de estas características, en la medida en que se traslada a los precios, induce a las personas y a las empresas a buscar vías para reducir las emisiones, conservar la energía, o adoptar fuentes de energías renovables. Un sistema de emisión de derechos comercializables, en el que las empresas deben estar en posesión de un permiso por cada tonelada de emisión, dentro de un límite fijado por el gobierno, es equivalente en la práctica a la aplicación de un impuesto sobre el carbono.

Existen otros instrumentos de mitigación que pueden aplicarse con la misma finalidad: a) “Feebates”, consistentes en el establecimiento de cargas sobre los productos y actividades con tasas de emisión superiores a la media, y la concesión de subvenciones a los que tienen tasas inferiores a la media; b) Regulaciones, mediante la fijación de estándares o de limitaciones. El FMI concluye que un enfoque basado en el precio -a través de un impuesto o de los permisos de contaminación- es más apropiado que las otras alternativas.

Numerosos países aplican ya alguna modalidad de impuesto sobre el carbono, pero el precio medio global resultante es de 2 dólares por tonelada, importe sumamente reducido en comparación con el estimado de 75 dólares por tonelada para 2030, asociado al objetivo de que el incremento de la temperatura no supere los 2°C.

Un tributo que actuara a la escala necesaria generaría un impacto relevante en el precio de productos esenciales dentro del presupuesto familiar. Con un tipo de 75 dólares por tonelada, en los principales países europeos, el precio del carbón se multiplicaría por más de 2; el del gas natural aumentaría un 50%; el de la electricidad, entre un 2% y un 18%; y el de la gasolina, algo menos de un 10%.

Un impuesto como el señalado conllevaría costes como consecuencia de los cambios inducidos (tránsito a tecnologías más limpias pero más costosas, y disminución de la actividad económica global a causa de los mayores precios de la energía), pero, en el otro lado de la balanza, permitiría cosechar importantes beneficios (menores muertes por contaminación del aire, disminución de la congestión del tráfico y de los accidentes, y efectos positivos sobre el clima). Según las estimaciones del FMI, con dicho impuesto, en los países del G20, habría 725.000 personas fallecidas menos en 2030 por causa de la contaminación del aire.

Aun cuando existe una plena justificación para la adopción de medidas de política económica para hacer frente al cambio climático, entre ellas las de carácter fiscal, su aplicación se enfrenta con diversos obstáculos: resistencia de los países a implementar acciones unilaterales que benefician a la humanidad en su conjunto, pero que pueden perjudicar su competitividad internacional. Haría falta, pues, un enfoque coordinado internacionalmente.

A fin de evitar distorsiones en el comercio internacional, sería oportuno incorporar un sistema de ajuste del carbono en frontera, en virtud del cual se establecería una carga sobre las emisiones de carbono no gravadas incorporadas en las importaciones de bienes. Por otro lado, para evitar el inconveniente de exigir el mismo sacrificio a países con emisiones per cápita muy dispares, se ha propuesto un esquema de incentivos: los países cuyas emisiones superen la media global tendrían que contribuir a un fondo común; los países con emisiones por debajo de dicha media recibirían una compensación.

En todo caso, puesto que la aplicación de un impuesto sobre el carbono se concibe como una iniciativa neutral desde el punto de vista recaudatorio, cobra especial relevancia el destino de los ingresos obtenidos. Al margen de que el retorno de la recaudación de forma igualitaria sería redistributivo, la aprobación de medidas selectivas para los colectivos especialmente vulnerables resultaría crucial. Asimismo, la optimización de las “subsidios verdes” ligados a las nuevas tecnologías es otro de los elementos a considerar.

Si bien toda predicción del futuro ha de hacerse en términos probabilísticos, es una certeza que se da un fallo del mercado cuando el precio de un recurso no recoge todas las consecuencias de su uso para la sociedad, presente y futura.

(Artículo publicado en el diario “Sur”, con fecha 2 de febrero de 2020)

Entradas más vistas del Blog