“Solo se ve bien con el corazón: lo esencial es invisible a los ojos”. Durante años, esta sentencia de “El principito” fue un valioso y esperanzador salvoconducto para transitar el arduo camino de la adolescencia. La realidad, sin embargo, vino a demostrar que es preciso tener los ojos bien abiertos, sin olvidar que, incluso así, es difícil no caer en trampas y celadas. En fin, puede que alguna vez llegue a ser cierto el evocador aserto de Lennon y McCartney (“Living is easy with eyes closed”), pero no parece que sea una buena recomendacíón seguirlo ante una obra del séptimo arte, y aún menos si su título es expresivo de ese tipo de situaciones.
Reconozco que, cuando vi la película dirigida por Stanley Kubrick, me quedé tan intrigado como el protagonista acerca de las claves que llevaron a su exoneración tras su arriesgada intrusión en el santuario reservado. La recuerdo como una película particularmente perturbadora e inquietante. Aun cuando aparecen pistas e indicios en la primera parte, el espectador queda sumido en dudas respecto a algunos aspectos clave de la trama.
Hace poco tuve la oportunidad de conseguir la obra en la que se basa la película, “Relato soñado” (“Traumnovelle”), una novela corta del escritor austríaco Arthur Schnitzler, publicada en 1926.
Lo primero que llama la atención al leerla es la enorme distancia que, en numerosas facetas, no sólo en el tiempo y en el entorno, separa dicho texto de la proyección llevada a la pantalla. Y no queda más remedio que reconocer la existencia de un considerable “valor añadido” en el guion y la puesta en escena.
Otra noción económica es de uso obligado, la de “efectos externos”, claramente positivos al menos en lo que concierne a la inclusión de significadas piezas en la banda sonora, singularmente un vals de Shostakovich y un delicioso “pasaje” para el “tren nocturno” de Oscar Peterson. Asimismo, el uso de la contraseña “Fidelio” (diferente, por cierto, de la empleada en la novela) puede ser un estímulo para adentrarse en la ópera de Beethoven.
Pero yendo al núcleo del asunto aquí tratado, si bien ha de admitirse la calidad y el interés de la obra literaria, no puede dejar de señalarse que aún son menos los indicios que en la cinta, para encontrar la explicación al enigma de la salvación del personaje central, también médico en la novela, que se desarrolla en la ciudad de Viena.
En cualquier caso, el momento álgido, tanto en la pantalla como en el libro, nos sirve para reflexionar en torno a la teoría económica de los clubes privados, como aparentemente lo era al que pretendía incorporarse, transitoria y subrepticiamente, el inquieto galeno.
Un club es una organización que ofrece un conjunto de bienes y servicios compartidos exclusivamente a sus miembros. Evidentemente, no todos los bienes y servicios se prestan a ser objeto de la actividad básica de un club. Han de tratarse de servicios colectivos con dos condiciones: una, naturalmente, que se no sean puros, ya que, de serlo, cualquier persona, miembro o no del club, sería beneficiaria; otra, ligada a la anterior, que sea factible la exclusión de aquellas personas no dispuestas a pagar las contribuciones económicas exigidas y, asimismo, de quienes no respeten las normas establecidas.
Entre otros aspectos, la teoría económica de los clubes se ha encargado de analizar el tamaño, i.e., el número de socios, óptimo, así como el nivel de provisión idóneo del servicio en cuestión. Más allá del tamaño óptimo, cada miembro del club impone una externalidad negativa sobre los otros, lo que tiende a degradar la calidad de los beneficios disfrutados por todos. Los bienes de club se consideran divisibles, en el sentido de que quienes no puedan acceder a un club ya completo pueden replicar otro similar. El perfil de los integrantes, homogéneo o heterogéneo, es otra de los temas abordados.
Diversos desarrollos analíticos permiten concluir que, si se dejan funcionar libremente, los clubes pueden ser valiosos instrumentos para lograr una asignación eficiente de recursos. Cada persona puede adscribirse voluntariamente a aquella asociación que mejor satisfaga sus preferencias. Para ello es imprescindible que exista una correspondencia claramente identificable entre los servicios ofertados y los costes asociados a la membrecía.
Sin embargo, el doctor Fridolin se comportó, si no completamente como un “free rider”, sí como un “free observer” enmascarado, ignorante, por lo demás, de las reglas internas del club (“Es una desgracia -dijo el caballero de amarillo, porque aquí da igual haber olvidado la contraseña [la interior] que no haberla sabido nunca”).
La teoría económica de los clubes supone que, cuando se detecta un aspirante a “free rider”, la organización pueda vetar el acceso a los servicios, mas no una sanción tan desproporcionada como la que estuvo a punto de recaer sobre el inconsciente médico. En un plano más general, da la impresión de que el carácter estricto de las reglas es crucial para el funcionamiento de algunas asociaciones singulares, con escasa “disclosure”. Tal vez, la teoría económica debiera, pues, ampliar su espectro para dar cabida a las sociedades secretas. Existe una economía sumergida, pero, según parece, también un (siniestro) derecho sumergido. Al menos en los relatos soñados.