Las críticas al PIB
(Producto Interior Bruto) como indicador económico se multiplican por doquier.
A la vista de la gran cantidad de flancos desde los que se viene cuestionando
el uso de dicha magnitud casi resulta sorprendente que siga tan arraigada. De hecho,
casi con carácter universal, continúa siendo la referencia esencial para el
seguimiento de la evolución económica de países y regiones, para la valoración
de su dinamismo o atonía, y para la comparación internacional de los niveles de
vida.
En estas mismas páginas
hemos dejado constancia de las debilidades del PIB para reflejar las
implicaciones de las nuevas realidades económicas, además de la completa
desatención a la forma en que se distribuye la renta, el olvido de las
consecuencias de la actividad productiva para el medio ambiente, o las
dificultades para lograr una adecuada medición de la producción del sector
público y del sector financiero. Eppur si
muove… A pesar de todo, menuda importancia tiene en nuestras vidas, cómo
tememos que el PIB se desplome y, especialmente, que se instale en una fase
recesiva. Aun con todas sus imperfecciones, según cómo evolucione, así nos irá
en el mercado de trabajo y en las rentas generadas en el conjunto de la
economía.
Pero hay importantes
aspectos no recogidos por el PIB, y justamente eso es lo que tratan de hacernos
ver las diversas iniciativas que, desde hace años, propugnan la utilización de
indicadores más perfeccionados y representativos de una realidad económica y
social ciertamente compleja. En descargo del PIB, cabe recordar que no se le
debe juzgar por lo que no es ni por lo que no pretende medir. Con todas las
deficiencias señaladas, y otras más, su vocación es la de ofrecer una
cuantificación de los bienes y servicios producidos en un territorio durante un
período, generalmente un año. Por tanto, va orientado a medir el flujo de
producción en dicho período, sin atender al stock de riqueza acumulada y sin
pretender significar el nivel de bienestar económico de los habitantes del
territorio en cuestión.
Ante este panorama,
¿sería muy descabellado olvidarse del PIB para centrarnos en algo que
verdaderamente interesa de manera directa a las personas, como es su felicidad?
A este respecto, la paradoja de Easterlin sigue siendo objeto de análisis. Richard
Easterlin, en un estudio del año 1974, había puesto de manifiesto que, en
Estados Unidos, la satisfacción media de la población se había estancado entre
1946 y 1979, a pesar de que el PIB por habitante había aumentado un 65% en el
mismo período.
Lo cierto es que, a lo
largo de los últimos años, viene proliferando el uso de indicadores relacionados
con el bienestar. La OCDE se ha distinguido en este campo mediante la
elaboración de un indicador (Índice de una Vida Mejor) que recoge las
puntuaciones alcanzadas en once dimensiones identificadas como esenciales en
las áreas de las condiciones materiales y de la calidad de vida. Asimismo, ha
desarrollado el proyecto de medición del bienestar subjetivo, que comprende una
serie de conceptos aparte de la felicidad. Concretamente incorpora tres
elementos: autoevaluación de la vida, relaciones afectivas, y eudaimonia
(plenitud en el sentido aristotélico). Por otro lado, la Sustainable
Development Solutions Network (J. Helliwell, R. Layard y J. Sachs) edita el
World Happiness Report, que ofrece una ordenación de 156 países en función de la
percepción de los ciudadanos de su propia felicidad.
Los avances en esa ruta
continúan en diversos países. Sin embargo, el caso de Bután es especialmente
llamativo desde que, ya en el año 1972, su monarca declarara que la Felicidad
Nacional Bruta (FNB) era más importante que el PIB. Como se destaca en un
estudio del FMI (S. Balasubramanian y P. Cashin, 2019), un aspecto clave de
este pequeño país de algo más de 700.000 habitantes, enclavado en la región oriental
del Himalaya, entre India y China, es el credo en el budismo vajrayana, filosofía
basada en la compasión y el respeto para todos, y en la responsabilidad del
gobierno en el cuidado de sus ciudadanos. El PIB per cápita de Bután, en
términos reales, se ha multiplicado por 7 entre 1980 y 2016, aunque, a pesar de
ello, en 2018 equivalía a algo más de una cuarta parte del nivel existente en
España.
El Rey Jigme Singhye
Wangchuk apostó por un modelo de desarrollo económico sustentado en los
postulados de la filosofía budista y el desarrollo holístico, con un foco en la
preservación del medio ambiente y el énfasis en el papel de la felicidad y el
bienestar colectivo en las vidas de las personas. De manera concomitante, el
índice FNB fue implantado en detrimento del PIB, a partir de un esquema basado
en 4 pilares, 9 campos, 33 indicadores, y 124 variables. Los pilares incluyen: el
desarrollo económico, sostenible y socialmente equitativo; la preservación y la
promoción de la cultura; la conservación del medio ambiente; y la buena
gobernanza.
Los expertos del FMI
consideran que la utilización del índice FNB ha influido positivamente en
permitir que los indicadores macroeconómicos de Bután crezcan de manera más
sostenible. No obstante, señalan una serie de deficiencias, como el nivel de
subjetividad implícito en su medición.
A tenor del
protagonismo dado a la FNB en Bután, ¿cabría esperar que este país estuviera
bien posicionado en el ranking mundial de felicidad antes referido? Cuando
acudimos a la tabla que recoge los datos del período 2016-2018, hemos de
descender hasta el puesto 95º para encontrar el pequeño país asiático. Como
señala Tim Harford, “la felicidad es fácil de venerar, pero difícil de
generar”.
El ranking está
encabezado por Finlandia, Dinamarca y Noruega, en tanto que Afganistán, República
Centroafricana y Sudán del Sur cierran la lista. Por su parte, España se
encuentra en la posición 30ª, por delante de El Salvador (35ª) y por detrás de
Méjico (23ª), país que, en términos del índice de felicidad declarada, está muy
cerca de Estados Unidos (19ª).
En cualquier caso, hay
vida más allá del PIB, todo un mundo inexplorado que hay que incorporar para
disponer de una visión completa de la senda por donde caminamos. En línea con
lo afirmado por Harford, carece de utilidad creer que la medición del PIB es el
problema, y medir la felicidad nacional bruta, la solución. Más útil resulta
promover acciones concretas que contribuyan a satisfacer las necesidades de la
población de manera equilibrada y sostenible.
(Artículo publicado en
el diario “Sur”, con fecha 5 de enero de 2020)