Dar una buena conferencia constituye, en mi opinión, un reto de primer orden. Aunque es cierto que el rodaje y la experiencia personales pueden contribuir a atenuar la magnitud de la ansiedad en los procesos de preparación y de puesta en escena, representa una tarea que merece mucho respeto.
Dar una conferencia es una actividad que conlleva una considerable cantidad de costes, ciertos e insospechados, y, en cambio, está sujeta a múltiples riesgos. Elaborar unos contenidos ex novo y ad hoc requiere de un gran esfuerzo. Por supuesto, todo depende del estándar al que se quiera llegar, pero, si se pretende preservar un conjunto de exigentes pautas desde distintos puntos de vista (conocimiento, originalidad, rigor, sistematización, amplitud, actualidad, claridad…), el desafío está garantizado.
Tratar de cubrir dignamente cada uno de esos apartados, especialmente si no se tiene la expectativa de su repetición ulterior, representa una inversión de gran calado que, en el caso de los no profesionales del oficio, está carente de rendimientos tangibles.
El contenido de la propia sesión, de una actividad que no podrá repetirse miméticamente, es, sin embargo, la mayor motivación para el conferenciante vocacional, o para el que asume el encargo con profesionalidad, que, evidentemente, no lo es lo mismo que profesionalismo. Lo sabe bien quien concibe la conferencia como una acción de información, formación o comunicación dirigida a un colectivo que destina parte de su tiempo a la misma. Una conferencia es un proyecto inabarcable, incompleto por naturaleza, efímero como una flor.
Un intérprete musical dispone de un marco definido para su actuación, la partitura a la que ha de atenerse. Necesita todo su virtuosismo, algo muy difícil de lograr, para desarrollar una buena actuación, pero, desde un primer momento, sabe a lo que se tiene que ajustar. No así el conferenciante, que, antes de actuar, ha de encargarse de escribir su propia partitura.
De manera un tanto forzada, tuve que dar mi primera “(pseudo)conferencia” cuando tenía catorce años. Sólo me indicaron el tema (lema) que tenía que ilustrar, “Vale quien sirve”. Desde entonces, cada conferencia ha sido un desafío, dificultado por la errónea aspiración de transmitir muchas ideas, toda una gama de nociones, demasiada información (¿tal vez por eso el aparente prefijo de esta palabra podría ser un indicio del conflicto, si aquella es excesiva, con la formación?).
Han pasado casi cincuenta años y, por fin, inesperadamente, he visto la luz, gracias a las sabias prescripciones de algunos sesudos asesores en la exigente materia de preparación de conferenciantes. Es ciertamente desolador y frustrante no haber contado con ese adoctrinamiento al inicio de la senda de mis variopintas intervenciones públicas.
Lo dice taxativamente una consultora especializada: “Debemos escoger bien los mensajes que se quieren lanzar, preferiblemente no más de tres ideas, y afinarlos para que resulten interesantes a nuestra audiencia” (“Cómo preparan los conferenciantes una ponencia”, CincoDías, 17 de diciembre de 2019).
En el mismo artículo de prensa se recoge otra recomendación: “Las conferencias son como un chispazo, algo que inspire y emocione, no una formación, por eso decimos que es tan importante la forma como el contenido”.
No obstante, me han surgido algunas dudas: ¿hace falta realmente una conferencia para transmitir un caudal de tres ideas?, ¿puede concebirse la acción de conferenciar sin un mínimo componente formativo?, ¿merece el calificativo de conferenciante quien se limite a inspirar y emocionar, o pertenece, más bien, a otro campo de actividad?