14 de diciembre de 2019

Los movimientos de protesta social: explicaciones alternativas

Durante algunos años, cuando estábamos inmersos en las simas de la Gran Recesión, los movimientos de indignados se fueron extendiendo por casi todos los sectores. Esas corrientes se convirtieron pronto en el germen de importantes cambios en el panorama político de diversos países, entre ellos España.

La salida paulatina del túnel a partir del año 2014, ligada a la recuperación del tono de la actividad económica y del empleo, fue atenuando aparentemente, al menos en su expresión pública, el fragor de las protestas. Ahora bien, conviene no perder de vista que, en gran parte, dichos movimientos se han incorporado como un elemento permanente dentro de la realidad social y política. La llama del descontento no solo no se ha extinguido, sino que se ha expandido, alimentando focos diferenciados en torno a reivindicaciones específicas de ciertos colectivos, en unos casos, y en otros, centrados en problemas internacionales o mundiales.

Habiendo adquirido ese reguero de disconformidad un carácter estructural, los analistas han quedado sorprendidos por la concatenación de brotes de protesta social de manera simultánea en numerosos países del mundo, en unos casos de manera pacífica y, en otros, no tanto.

¿A qué obedece semejante eclosión de conflictos? ¿Obedecen a una razón de fondo común? ¿Se trata de causas plenamente justificadas? ¿Cómo deben responder los gobiernos? ¿Asistimos a un cambio imparable del orden político y social?

Una primera reflexión es que, aunque a veces nos cojan de sorpresa, una ola de protestas como la descrita no surge de la noche a la mañana. Seguramente un amplio conjunto de factores está detrás de las mismas, y en él se combinan problemas reales, injusticias, percepciones sociales, discursos ideológicos de gran influencia, puesta en cuestión del Estado, degradado como institución incapaz de resolver los problemas sociales y de satisfacer las expectativas individuales, reacciones ante una sociedad en proceso de transformación tecnológica y económica, distribución desigual de los beneficios de la globalización económica, rechazo de las desigualdades económicas, condena del sistema capitalista…

A partir de los anteriores elementos, y de otros muchos que pueden añadirse a la relación, es posible esbozar enfoques explicativos de lo que está ocurriendo.

En un número reciente de la revista The Economist, en un artículo con un título significativo (“We all want to change the world”, 16 de noviembre de 2019) se lleva a cabo un intento de sistematizar las posibles explicaciones de las revueltas sociales, agrupándolas en tres categorías: económicas, demográficas y conspirativas.

Las de la primera categoría ponen de relieve cómo medidas que impactan en el coste de la vida, aunque sea de una forma bastante modesta, si se toman aisladamente, actúan como la espoleta que desata la reacción de personas que tratan de salir adelante a duras penas, después de años de apretarse el cinturón. Las distintas corrientes anticapitalistas ven en ese tipo de situaciones una ocasión propicia para incidir en sus críticas a un sistema marcado por amplias desigualdades económicas.

Las justificaciones basadas en factores demográficos apuntan a la tradicional propensión de los jóvenes a las protestas. Paradójicamente, un sistema, al que se cuestiona por no dar suficientes oportunidades de alcanzar la educación superior, acaba sufriendo el problema del exceso de graduados respecto a las demandas existentes en el mercado de trabajo.

Por último, no falta la apelación a la supuesta actuación siniestra de fuerzas externas con fines desestabilizadores, con especial protagonismo atribuido a determinados gobiernos.

Pero, según The Economist, ninguna de las anteriores teorías tiene una validez universal. Para afianzar esta tesis, se señala, por ejemplo, que en el caso de Chile, han venido registrándose mejoras recientes en la distribución de la renta, o que, en algunos países, las protestas han estado protagonizadas por personas de avanzada edad. Seis son los aspectos que se mencionan como enfoques alternativos: i) atractivo ligado a la involucración en actividades desafiantes del orden establecido, frente a la rutina cotidiana; ii) facilidades para la comunicación y la organización intra e intergrupos contestatarios; iii) expresión de la desconfianza en los cauces políticos institucionales; iv) papel de los medios de comunicación, que pueden estar alimentando la frustración política; v) debilitamiento de la capacidad de alcanzar acuerdos dentro de los regímenes democráticos; y vi) resistencia a esperar a la finalización del ciclo electoral para propiciar ciertas políticas.

En fin, es bastante tentador coincidir con Andrés Betancor (“Mundo enfadado”, 3 de diciembre de 2019), cuando afirma que “Todo el mundo está enfadado contra todo y contra nada. Tampoco lo saben e, incluso, es lo menos importante”.

Para The Economist, el panorama actual caracterizado por una ola de protestas, más que ser la antesala de una revolución global, representa un nuevo statu quo. Sin embargo, ante la suma de factores y circunstancias que se aprecian, a los que viene a agregarse una potente e influyente legión de profetas del cambio, que rechazan de manera contundente el capitalismo, ¿quién se atrevería a descartar que la famosa portada de The Economist de octubre de 2018, con la imagen de la leona herida del palacio de Asurbanipal (“Capitalism at bay”), no fuera en realidad una premonición del ocaso de dicho sistema que está próximo a llegar?

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