Todavía permanecen vivas en el recuerdo las imágenes de la crisis de la deuda soberana en Grecia y de los dramáticos rescates financieros vividos en ese país. Permanecen vivas, y será difícil erradicarlas, las imágenes de las dificultades padecidas para retomar el rumbo de los equilibrios financieros. Los gráficos retrospectivos dejan constancia de los niveles alcanzados por la prima de riesgo de la deuda soberana griega, que llegó a superar holgadamente la cota de los 20 puntos porcentuales.
Con tales antecedentes, ¿quién podía esperar que, en octubre de este año, el Tesoro heleno pudiese emitir deuda a un tipo de interés negativo?
Bien es cierto que se trataba de deuda a corto plazo, con un vencimiento a 13 semanas, y que la tasa era moderadamente negativa (-0,02%), pero el hecho económico estaba ahí. Había inversores que estaban dispuestos, por un monto total de 487,5 millones de euros, a pagar al Tesoro griego por el privilegio de suscribir bonos a corto plazo. Puede que fuera de pequeño tamaño, pero ya nadie puede dudar de que un cisne negro hizo acto de aparición en El Pireo.
Según los analistas especializados, dos factores esenciales estaban detrás de ese inesperado avistamiento: de un lado, la decisión del Banco Central Europeo, adoptada en septiembre, de rebajar el tipo de interés; de otro, la mayor confianza en las perspectivas de la economía griega, para la que se pronostica un crecimiento del 2,8% en 2020 (Tommy Stubbington y Peter Wise, “Greece joins club of negative-yielding debt issuers”, Financial Times, 9 de octubre de 2019).