A lo largo de las últimas décadas, los bancos centrales han ido
adquiriendo una importancia creciente en la mayoría de los países, ya sea
aisladamente o como miembros de una unión monetaria. A raíz de la gran crisis
económica y financiera iniciada en 2007 su poder y su influencia se han
acentuado sobremanera. Hasta tal punto es así que algunos analistas se
preguntan si hemos asistido al surgimiento de la cuarta rama del poder estatal,
equiparable a la legislativa, la ejecutiva y la judicial.
¿Cómo debe encajar un banco central dentro de un sistema
democrático? Paul Tucker, con una larga trayectoria profesional en el Banco de
Inglaterra y en el Banco Internacional de Pagos de Basilea, nos ofrece todas
las claves en un voluminoso tratado de 650 páginas, de ardua lectura, con un
título bastante expresivo, “Unelected power”.
Después de la dura experiencia inflacionaria de los años setenta y
ochenta del pasado siglo, se fue extendiendo un consenso internacional en pro
de la instauración de bancos centrales dotados de autonomía institucional e
independencia funcional para llevar a cabo su misión primordial de preservación
de la estabilidad de los precios. De forma paralela, en numerosos países
también se fue ampliando el campo de las competencias atribuidas a dichas
instituciones, de manera especial la de supervisión del sistema financiero, así
como la de definición de normas reguladoras del comportamiento de las entidades
financieras.
Los bancos centrales han salido reforzados de la reciente crisis.
Su papel en el sostenimiento del sistema económico y financiero es reconocido,
pero también se ha extendido la idea de que han acumulado un poder excesivo y
de que se sitúan fuera de los cánones propios de un régimen democrático. Se
destaca que los ciudadanos no participan en la designación de unos tecnócratas
que tienen tanta incidencia en la vida económica, desde unas instancias que
quedan excluidas en la práctica del control tradicionalmente ejercido sobre los
órganos de la Administración pública. Ahora bien, al abordar estas
circunstancias inevitablemente surge alguna reflexión acerca de cuál es el modo
de funcionamiento óptimo de una democracia representativa. Cabe así preguntarse
en qué medida debe mantenerse la conexión entre electores y elegidos, cuál debe
ser la forma de la rendición de cuentas, y hasta dónde llega la delegación de
la representación, en particular en su uso en alianzas políticas.
A efectos de analizar el alcance de la intervención del sector
público en la economía es útil recurrir a un doble criterio, por un lado, el
tipo de función a desempeñar, y, por otro, los fines atribuidos al Estado.
Tomando como referencia las aportaciones doctrinales de Musgrave, Tucker
plantea cuatro modalidades funcionales del Estado (de servicios, fiscal, regulatoria
y de emergencia) y cuatro fines principales (seguridad física, eficiencia
asignativa, justicia distributiva y estabilidad macroeconómica). La combinación
de ambos criterios nos dibuja una matriz cuatro por cuatro. Tucker resalta un rasgo
llamativo: mientras que la mayoría de los órganos estatales se ubican en alguna
de las cuatro modalidades funcionales, los bancos centrales tienen algún tipo
de presencia o protagonismo en todas ellas.
Los rectores de los bancos centrales, entre otros atributos, tienen
la capacidad para alterar el tamaño y la forma del balance consolidado del
Estado, actúan como prestamistas de último recurso y disponen de amplios
poderes regulatorios. Según Tucker, no hay otros responsables de políticas
económicas no electos que se encuentren en una posición similar, y se
manifiesta claramente a favor de desligar la encomienda de la preservación de
la estabilidad de precios de la relativa a la salvaguarda de la estabilidad del
sistema financiero. En el primer caso nos encontramos ante la provisión de un
bien social puro, mientras que en el segundo, aunque estamos igualmente frente
a un bien de carácter social, éste puede perderse al ir agotándose la
resiliencia del sistema financiero. Situaciones diferentes requieren, en su
opinión, formas de intervención diferentes. Y se muestra partidario de que los
objetivos de estabilidad económica sean fijados por los políticos electos, con
posibilidad de monitorización por parte del electorado.
El autor del mencionado libro propugna una serie de principios
para una delegación legítima de competencias en instituciones o agencias
independientes: i) las habilidades técnicas no pueden ser un requisito
suficiente, toda vez que, en tal caso, los expertos independientes podrían
actuar como asesores de los responsables elegidos; ii) la motivación de la
delegación debe responder a los propósitos de los ciudadanos; iii) la
delegación debe reportar beneficios materiales; y iv) los expertos no elegidos
deben abstenerse de incorporar juicios de valor importantes.
Aboga, en definitiva, por combinar tres grandes tradiciones en la
construcción del Estado moderno, la hamiltoniana, la jeffersoniana y la
madisoniana: la primera proclama una dosis de centralización a fin de
garantizar la eficiencia; la segunda, garantizar que se sirvan los fines de los
ciudadanos; la tercera, preservar equilibrios y controles.
En el caso de la Unión Monetaria Europea, el papel del Banco
Central Europeo (BCE) adquiere unas connotaciones especiales. De entrada, al
tratarse aquélla de una institución a la que los países integrantes han cedido competencias
nacionales, se perfila un estadio adicional entre los electores y el organismo
monetario, cuyo ámbito territorial es supranacional. Precisamente la
integración monetaria sin una integración paralela en la vertiente
presupuestaria y fiscal refleja un fallo de diseño institucional, lo que es una
fuente de debilidades y problemas que, de no corregirse, puede comprometer el
futuro del euro y de la propia Unión Europea.
Por lo demás, la consideración de la legitimidad democrática no
puede abstraerse de las restricciones en las que nos vemos inmersos. El
conocido trilema de Rodrik planea con tintes amenazantes. Si la elección es
complicada en el contexto de un país, su grado de dificultad se acrecienta ante
un esquema mixto en el que friccionan los prismas nacional y supranacional. Paradójicamente,
en la defensa del euro, el BCE se ha erigido no en el cuarto sino en el primer
poder.
(Artículo publicado en el diario “Sur”)