En la columna “Schumpeter” del número de The Economist de fecha 23 de junio de 2018, titulada “French connection”, se sostiene que, aunque no muchos hombres (y mujeres) de negocios estudian a los filósofos franceses de la posguerra, podrían aprender bastante de dicho colectivo. Personalmente, soy un convencido de la utilidad del pensamiento filosófico para el desenvolvimiento empresarial y también para la enseñanza de las doctrinas económicas. Así trataba de ponerlo de manifiesto en un artículo (“El papel de Filosofía en la enseñanza de la Economía”, eXtoikos, nº 13, 2014) dedicado a algunas de las aportaciones de los filósofos estudiados en la obra de Nigel Warburton “Una pequeña historia de la filosofía”.
La referida columna del semanario británico se centra en una de las contribuciones de Michel Foucault, concretamente en su tesis de que la forma en la que se estructura la información constituye una fuente de poder. Y uno de los ejes fundamentales a tal efecto es el uso de las taxonomías. Vivimos en un mundo dominado por las clasificaciones y las etiquetas, que se erigen en determinantes de la forma en que una persona, una empresa, un producto o cualquier otra cosa son percibidas públicamente.
Según The Economist, la habilidad de algunos empresarios para lograr que sus empresas sean incluidas en ciertas categorías o que sus actividades o resultados sean segmentados en bloques diferenciados, o, en otros casos, difuminados en rúbricas globales, permite cosechar importantes ventajas. Un buen repertorio de ejemplos se ofrece en el artículo mencionado: la separación en Amazon del negocio de almacenamiento en la nube, la distinción de las actividades de Uber según ciudades y año de implantación, la segmentación de líneas de negocio llevada a cabo por Google, etcétera.
Al margen de esta tendencia, otra estrategia significativa ha sido procurar que la empresa sea percibida como un tipo específico y singular de entidad, como en los casos de Berkshire Hathaway, el emporio de Warren Buffett, o de Tesla, de la mano de Elon Musk, de forma que no sea evaluada con arreglo a los criterios estándares. En suma, la clave radica en presentar el negocio de la forma que posibilite la percepción pública más favorable. Según The Economist, “la mayor parte de las industrias han establecido categorías para ocultar sus defectos”.
Asimismo, nos recuerda que Foucault, obsesionado con las taxonomías, concebía éstas como el reflejo de “cómo los seres humanos dividen el mundo en categorías mentales arbitrarias ‘a fin de domar la salvaje profusión de cosas existentes’”. El filósofo francés comienza su obra “Las palabras y las cosas” con una cita del texto de Borges “El idioma analítico de John Wilkins”, quien “dividió el universo en cuarenta categorías o géneros, subdivisibles luego en diferencias, subdivisibles a su vez en especies”. De las diversas taxonomías recogidas en el opúsculo borgiano, Foucault cita la de “cierta enciclopedia china“ en la que los animales se dividen en: “(a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas”.
Después de ofrecer tan genial e hilarante clasificación del “desconocido (o apócrifo) enciclopedista chino”, Borges sentencia que “notoriamente no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo”.
Finaliza el artículo de The Economist con la advertencia de que “Las taxonomías no son la alquimia. Si las empresas no tienen éxito, eventualmente no hay sitio para ocultarse… No obstante, controlando cómo sus empresas son clasificadas y subdivididas, los gestores pueden a menudo cambiar las percepciones y, a su vez, la realidad, reduciendo el coste del capital e intimidando a los competidores. Foucault no tenía interés en el mundo empresarial. Pero si lo hubiera tenido, podía haber dividido las compañías en dos categorías: aquellas que comprenden el poder de las taxonomías y las que no”.
Puede que algunos filósofos no hayan manifestado inquietudes expresas por las cuestiones económicas, pero muchos de ellos sí que han mostrado gran habilidad para adscribirse a categorías con connotaciones positivas en la percepción social. Sin embargo, la historia de las últimas décadas ha demostrado que es arriesgado dejarse guiar por etiquetas simplistas y reduccionistas. ¿Qué diría hoy Paul-Michel Foucault, que dio la denominación de “episteme” a los sistemas de ordenación dominantes en una época determinada, al verse incluido en la categoría de los intelectuales “filotiránicos”, como notable integrante de los “coros dictatoriales” analizados por Mark Lilla?