La crisis del mercado inmobiliario español vivida en los últimos años ha traído situaciones dramáticas a muchas familias. Entre las más lacerantes se encuentran aquéllas que han desembocado en la pérdida de la vivienda, circunstancia agravada, en algunos casos, por el lastre de una deuda bancaria pendiente. En España y en otros países han sido frecuentes los supuestos de “hipotecas sumergidas”, cuando el valor de la vivienda, como consecuencia de la caída de los precios del mercado, queda por debajo del saldo pendiente del préstamo hipotecario. Por distintas razones, muchos propietarios se vieron abocados a la venta de sus inmuebles incurriendo en pérdidas muy significativas. No acababan ahí los pesares. Tras la operación de venta aún tenían que rendir cuentas con la Hacienda local haciendo frente al Impuesto sobre el Incremento de Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana (IIVTNU), más conocido como el impuesto (municipal) de plusvalía.
A cualquier persona corriente le cuesta trabajo entender que pueda exigirse un tributo que pretende gravar una plusvalía cuando en la práctica se ha incurrido en una minusvalía. El origen de tan llamativa paradoja se encuentra en la normativa reguladora de las Haciendas Locales y, concretamente, en la peculiar forma de determinar la base imponible del mencionado impuesto sobre la plusvalía. Este impuesto va orientado a gravar las plusvalías ligadas al suelo, los incrementos de valor de los terrenos de naturaleza urbana, en el momento en el que se transmite un inmueble. Lo peculiar de la regulación es que hace abstracción completa de la evolución real de los precios, al establecer normativamente que existe una revalorización a lo largo de cada año del período de tenencia del activo (eso sí, fijando un máximo de 20 años). Así, la base imponible, la plusvalía gravable, se obtiene multiplicando el valor catastral del suelo por el coeficiente de revalorización anual que corresponda (entre el 3,7% y el 3%, según la duración del período de tenencia) y por el número de años de tenencia.
Así, por ejemplo, si se transmite una vivienda adquirida hace 8 años, con un valor catastral de 120.000 euros (50.000 correspondientes al valor del suelo y 70.000, a la construcción), la base imponible sería la siguiente: 50.000 euros x 3,5% anual x 8 años = 14.000 euros. Por tanto, suponiendo que el valor catastral no se haya modificado en el período considerado, la aplicación de la norma implica que se considera que el suelo se ha revalorizado un 28%, con independencia de que, en la práctica, se hubiese depreciado. El importe del impuesto a ingresar depende del tipo de gravamen establecido por cada Ayuntamiento, con un tope del 30%. Si el tipo es del 25%, en el ejemplo considerado, la cuota ascendería a 3.500 euros.
Este esquema impositivo ha venido aplicándose desde hace tiempo, con lo que se han gravado plusvalías determinadas administrativamente, con total desconexión del curso real de los acontecimientos. Regía el supuesto de que las actuaciones urbanísticas municipales incidían positivamente en el valor del suelo, obligando a retornar a las arcas públicas una parte de dicho incremento, si bien sólo cuando se producía un cambio en la propiedad del inmueble.
El desplome de los precios del mercado inmobiliario registrado en los años recientes ha evidenciado la incoherencia de los preceptos legales en este tributo. En el año 2003, una empresa promotora adquirió unos terrenos que, posteriormente, fueron objeto de adjudicación por el acreedor bancario, la mayoría de ellos a un 50% de su valor. Pese a la pérdida registrada, el Ayuntamiento de Jerez giró la cuota del impuesto de plusvalía. Dicha empresa presentó un recurso contra la liquidación y, después de ser desestimado, inició un procedimiento judicial que finalizó mediante sentencia del Tribunal Constitucional (STC 59/2017, de 11 de mayo de 2017).
La cuestión clave a dilucidar era si la aplicación del tributo mediante el procedimiento descrito vulneraba o no el principio de capacidad económica consagrado por la Constitución (artículo 31.1). Aunque el concepto de capacidad económica es bastante esquivo cuando tratamos de concretar su alcance, no parece que requiera el consumo de demasiada materia gris concluir que tal capacidad económica brilla por su ausencia cuando una persona ha incurrido en una disminución patrimonial.
Esa es, resumen, la tesis esgrimida por el Alto Tribunal, pese a la defensa numantina del Abogado de Estado, dictando el carácter inconstitucional de someter a gravamen, sin permitir prueba en contrario, “situaciones inexpresivas de capacidad económica”. Y, como colofón, encomienda al poder legislativo la realización de los ajustes legales pertinentes.
A este respecto, en febrero de 2018, tuvo entrada en el Congreso de los Diputados una proposición de ley en la que se incluyen una serie de adaptaciones tributarias. Concretamente, con relación al caso que nos ocupa, se prevé la no sujeción al IVTNU respecto a aquellas transmisiones de inmuebles para las que el sujeto pasivo acredite la inexistencia de plusvalía. A día de hoy, dicha proposición sigue su curso parlamentario.