Hace unos días, revisando las que fueron pertenencias de mi padre, que, durante años, como mero mecanismo de autodefensa personal, he mantenido apartadas de mi escrutinio, encontré casualmente una guía con formato reducido (18 x 12 cm) y tan sólo 60 páginas. Al toparme con esta obrita, acompañada de otra sobre la letra de cambio, no he podido evitar sentirme aturdido. Publicada en el año 1959 por la editorial Miñón de Valladolid, la guía fue escrita por Jaime Vicens Carrió, profesor e intendente mercantil (1913-1990).
Siendo aún niño, recuerdo que mi padre, meritorio autodidacta, trataba de instruirme acerca de la regla de tres simple y compuesta, de la regla de compañía y del tanto de interés. Todo ello me resultaba muy intrigante y me infundía un gran respeto. Él no tenía ningún título académico, pero, a lo largo de toda su vida, fue un eficaz y documentado asesor y un diligente escribiente, totalmente desinteresado, siempre solícito para atender a la gente del barrio y a sus compañeros de trabajo. Fueron escasas las pertenencias materiales que nos dejó, pero nos transmitió el legado más valioso, compuesto, entre otros activos, por la inquietud por el saber y el altruismo en la utilización del conocimiento al servicio de los demás.
La Bolsa era un mundo muy alejado de nuestro entorno, por eso no logro ubicar la procedencia del texto encontrado. Mis primeros recuerdos de la Bolsa se remontan también muy atrás en el tiempo, cuando Ramón Guevara Castro, tío político mío, perito mercantil, pulcro y riguroso contable, me ilustraba sobre algunos conceptos básicos. Fue él quien me enseñó aquello de que un entero equivalía a un duro (cinco pesetas), a tenor del nominal típico de las acciones españolas de la época. Aunque yo prefería entretenerme con las novelas de Stevenson, Verne o Salgari.
Eso sí, ya años después, siempre deseé hacer la típica visita a la Bolsa de Madrid que solía organizarse para los estudiantes de los primeros cursos de Economía. No tuve nunca la oportunidad de hacerlo. Por eso, y por otras connotaciones, aunque ya el parqué bursátil ha pasado a mejor vida, me resultó muy emotivo hacerlo -con un ligero retraso- el día 30 de junio de 2017. Sin embargo, he de reconocer, y eso sí que estuvo al alcance de mi mano, que tampoco acudí nunca a la lonja de pescadería, paradigma de los mecanismos de subasta. En esta vida, por una o por otra razón, no siempre podemos elegir lo que nos apetece, a veces aunque esté a nuestra merced, ni el momento más oportuno.
Una de las aspiraciones de estudiar Económicas era justamente poder llegar a comprender todos los detalles subyacentes al funcionamiento real de la economía, como los intrincados entresijos que gobiernan el mundo de las finanzas y los mercados de valores. Paradójicamente, un primer contacto formal con los ingredientes de estos últimos no vino de la mano de los estudios superiores sino de la preparación de un examen para ¡auxiliar administrativo! de una entidad bancaria. Corría el año 1977, en el que se recuperó la democracia, que fue un año muy turbulento en múltiples sentidos. Y no menos perturbadora me parecía entonces la forma de calcular el precio de un derecho de suscripción. También me viene a la memoria el dictamen que, una vez acabada la carrera, un destacado sindicalista me encargó -y yo, inconscientemente, acepté realizar (cómo un licenciado en Económicas no iba a saber manejarse en la materia)- un dictamen acerca de las repercusiones de una ampliación liberada de capital de un banco.
Al tener ahora entre mis manos el número 96 de la “Pequeña Enciclopedia Práctica”, es como si hubiese realizado un viaje en el tiempo, como si hubiese retrocedido a otra época. Al leer el prólogo, carente de firma, supuestamente del propio autor, dudo, sin embargo, de que algunas cosas hayan cambiado, y quedo sumido en la confusión. Algunos de sus mensajes forman parte del ideario que he tratado de inculcar en los proyectos de difusión del conocimiento económico en los que he participado o participo: “Manuales reducidos y fáciles, compendios con la alta y laudable misión de traducir la dificultad en sencillez, éstos no abundan. Mejor aún, escasean”.
Siendo aún niño, recuerdo que mi padre, meritorio autodidacta, trataba de instruirme acerca de la regla de tres simple y compuesta, de la regla de compañía y del tanto de interés. Todo ello me resultaba muy intrigante y me infundía un gran respeto. Él no tenía ningún título académico, pero, a lo largo de toda su vida, fue un eficaz y documentado asesor y un diligente escribiente, totalmente desinteresado, siempre solícito para atender a la gente del barrio y a sus compañeros de trabajo. Fueron escasas las pertenencias materiales que nos dejó, pero nos transmitió el legado más valioso, compuesto, entre otros activos, por la inquietud por el saber y el altruismo en la utilización del conocimiento al servicio de los demás.
La Bolsa era un mundo muy alejado de nuestro entorno, por eso no logro ubicar la procedencia del texto encontrado. Mis primeros recuerdos de la Bolsa se remontan también muy atrás en el tiempo, cuando Ramón Guevara Castro, tío político mío, perito mercantil, pulcro y riguroso contable, me ilustraba sobre algunos conceptos básicos. Fue él quien me enseñó aquello de que un entero equivalía a un duro (cinco pesetas), a tenor del nominal típico de las acciones españolas de la época. Aunque yo prefería entretenerme con las novelas de Stevenson, Verne o Salgari.
Eso sí, ya años después, siempre deseé hacer la típica visita a la Bolsa de Madrid que solía organizarse para los estudiantes de los primeros cursos de Economía. No tuve nunca la oportunidad de hacerlo. Por eso, y por otras connotaciones, aunque ya el parqué bursátil ha pasado a mejor vida, me resultó muy emotivo hacerlo -con un ligero retraso- el día 30 de junio de 2017. Sin embargo, he de reconocer, y eso sí que estuvo al alcance de mi mano, que tampoco acudí nunca a la lonja de pescadería, paradigma de los mecanismos de subasta. En esta vida, por una o por otra razón, no siempre podemos elegir lo que nos apetece, a veces aunque esté a nuestra merced, ni el momento más oportuno.
Una de las aspiraciones de estudiar Económicas era justamente poder llegar a comprender todos los detalles subyacentes al funcionamiento real de la economía, como los intrincados entresijos que gobiernan el mundo de las finanzas y los mercados de valores. Paradójicamente, un primer contacto formal con los ingredientes de estos últimos no vino de la mano de los estudios superiores sino de la preparación de un examen para ¡auxiliar administrativo! de una entidad bancaria. Corría el año 1977, en el que se recuperó la democracia, que fue un año muy turbulento en múltiples sentidos. Y no menos perturbadora me parecía entonces la forma de calcular el precio de un derecho de suscripción. También me viene a la memoria el dictamen que, una vez acabada la carrera, un destacado sindicalista me encargó -y yo, inconscientemente, acepté realizar (cómo un licenciado en Económicas no iba a saber manejarse en la materia)- un dictamen acerca de las repercusiones de una ampliación liberada de capital de un banco.
Al tener ahora entre mis manos el número 96 de la “Pequeña Enciclopedia Práctica”, es como si hubiese realizado un viaje en el tiempo, como si hubiese retrocedido a otra época. Al leer el prólogo, carente de firma, supuestamente del propio autor, dudo, sin embargo, de que algunas cosas hayan cambiado, y quedo sumido en la confusión. Algunos de sus mensajes forman parte del ideario que he tratado de inculcar en los proyectos de difusión del conocimiento económico en los que he participado o participo: “Manuales reducidos y fáciles, compendios con la alta y laudable misión de traducir la dificultad en sencillez, éstos no abundan. Mejor aún, escasean”.
Resulta curioso, y en ocasiones sorprendente, adentrarse en las páginas de este breviario, en el que encontramos una sucinta historia de la Bolsa, así como un recorrido por los principales instrumentos financieros negociados en el mercado bursátil, aderezado con una explicación del fenómeno básico “de la alza y baja”, en el que radica “el resorte de todos los beneficios y pérdidas”.
Dentro de la concisión de la obra, llama la atención la minuciosidad en la descripción de los títulos y operaciones. Por ello, resulta particularmente sorprendente la definición de la obligación como “un título representativo de una parte del capital de una sociedad anónima”. No menos singular se antoja, teniendo en cuenta el momento de la edición, la alusión a que “cualquier movimiento político que se espera, que se produce o que se ha producido, se deja sentir en Bolsa e influye en el cambio”.
Hoy día se ha expandido enormemente la regulación de los inversores con arreglo a su perfil de riesgo, pero ya en la obra comentada, escrita hace casi sesenta años, se hablaba de tres categorías de valores: “con miras a la seguridad, al rendimiento o a la franca especulación”.
Con algún que otro sobresalto, leer la guía “Operaciones de Bolsa” es una delicia que nos aporta valiosas enseñanzas, no sólo en el plano bursátil. Hoy día, bajo el dominio de formulaciones y modelizaciones cada vez más sofisticadas, su lectura sirve para reivindicar el valor de los principios básicos que permanecen inmutables, como el implícito en el recordatorio de que “en cuestiones monetarias, porque en moneda se traducen finalmente las operaciones, toda precaución es poca”. Y ojalá que muchas más obras pudiesen jactarse de la virtud autoproclamada en el prólogo: “la ausencia del charlatanismo”.