1 de mayo de 2018

Cuando nadie nos ve

La asignatura se llamaba “Formación del Espíritu Nacional” (F.E.N.), con toda la razón denostada, aunque, a fuer de ser sinceros, era una auténtica maría. Con un importante matiz, podía serlo “ex post”, pero no “ex ante”. Y no puede decirse que fuera muy eficaz en el logro de crear una conciencia acerca de las excelencias del régimen. En plena época democrática, en cambio, resulta evidente que otras fórmulas curriculares -dotadas de transversalidad- han sido mucho más efectivas en el adoctrinamiento. Pese a todo, aquella disciplina obligatoria y reiterada en los sufridos cursos del bachillerato elemental tuvo también algunas externalidades positivas. Conocer la arquitectura institucional y política del régimen franquista fue de gran utilidad cuando llegó la hora de la reforma política, para poder identificar las estructuras que había que desmantelar y percibir el alcance de los cambios que se avecinaban.

Gracias al docente encargado de su impartición en el Instituto de Martiricos, Alfonso Miranda, investido de una imponente autoridad, descubrí el significado originario de una palabra, que, en su momento, me impresionó bastante y me hizo reflexionar. Con la gran solemnidad con la que reforzaba sus exposiciones en clase, nos explicó que el concepto de “persona” proviene del griego, “prósopon”, cuyo significado es máscara. A cada uno nos corresponde una máscara -nos explicaba- para desempeñar el papel que nos toca en la representación del gran teatro que, al fin y al cabo, es el mundo.

Aquel descubrimiento etimológico vino a ser una confirmación de la sospecha de que algunas personas no mostraban su verdadero rostro, así como un aliciente para tratar, desde entonces, de vislumbrar los verdaderos rasgos, ocultos tras los invisibles antifaces. Pese a esa inclinación de raíces infantiles, no puedo decir que los resultados obtenidos, a lo largo de décadas, hayan sido demasiado alentadores. Los errores de apreciación han sido continuos, en algunos casos mayúsculos. Las divergencias, los “gaps”, entre la percepción inicial de la imagen proyectada por la máscara y la realidad derivada de los hechos y comportamientos “a posteriori” observados han sido abrumadoras. En una escala continua entre -10 (máxima sobreestimación) y +10 (máxima subestimación), en la que el centro (0) representaría el ajuste pleno entre la creencia inicial y la creencia posterior tras la acumulación de experiencia, la nota media simple se adentraría bastante en terreno negativo. Más difícil sería calibrar la media ponderada a tenor de las diferencias en impacto de los distintos casos considerados.

Con tales antecedentes reconocidos, difícilmente podría haberme ganado la vida como ojeador. Eso no ha sido óbice para haber ido acumulando, a lo largo del tiempo, instructivas evidencias acerca de las pautas de comportamiento personal. Alguna vez he estado tentado de esbozar los rudimentos de una teoría al respecto, que supongo será algo trivial para los psicólogos. Aunque no me haya atrevido a hacerlo, eso no impide plasmar unos simples apuntes sobre los posibles factores explicativos de los referidos “gaps”. Pero ese breve análisis ha de partir de una constatación, la de que la máscara asignada en el reparto para participar en la función teatral no es del todo inmutable. Sin necesidad de pasar por el camerino, es modulable con relativa facilidad según las circunstancias del entorno y según los fines interpretativos. Los principales factores a reseñar serían los siguientes:

i. Si nos encontramos solos o en compañía.
ii. Si nos situamos o no ante el espejo.
iii. Si nos encontramos en el ámbito profesional o en el particular.
iv. Si participamos en una reunión familiar o de amigos.
v. Si estamos en presencia de superiores jerárquicos o no.
vi. Si intervenimos en presencia de pares o no.
vii. Si nos manifestamos en presencia exclusivamente de subordinados o no.
viii. Si la actuación concierne a una conducta regulada por la legislación o no.
ix. Si existen o no posibilidades reales de elección del comportamiento.
x. Si sabemos que estamos siendo observados o no.

De la relación anterior, meramente improvisada, destacaría un aspecto clave, por encima de todos: si, cuando llevamos a cabo una actuación, somos conscientes de que somos objeto de atención, en particular, por alguien que pueda tener una influencia en nuestra situación personal, patrimonial o profesional. Algunos significados episodios recientes y menos recientes del panorama nacional vendrían a respaldar esa tesis.

Así, a la hora de juzgar comportamientos ajenos puede ser un buen ejercicio hacer un repaso de  actuaciones personales, de carácter reservado, ya consumadas, y pensar cómo habríamos actuado de habernos situado bajo el ojo de una cámara de observación y registro: ¿ha pasado todo el dinero recibido y el pagado por el circuito de registro contable, y se han satisfecho, en su caso, las obligaciones tributarias devengadas en concepto de los impuestos directos?, ¿se han soportado los impuestos indirectos en todas las compras de bienes y servicios efectuadas?, ¿se han cumplido todas las obligaciones asociadas a la percepción de prestaciones públicas o al disfrute de servicios públicos?, ¿se han respetado las normas de circulación de vehículos, a motor o sin motor, y de peatones?, ¿se han reconocido las fuentes indirectas reales donde se han encontrado citas de autoridad?, ¿se ha comprobado que el firmante de una obra es su verdadero autor?, ¿se ha cuidado el uso de un bien de propiedad pública de igual manera que si se hubiese tratado de un bien propio?... 

En fin, aunque, ante una hipotética reencarnación, renunciara de antemano a convertirme en un “headhunter”, ello no obsta para que anhelara ser un emprendedor con una participación significativa en un “unicornio”. Sin duda, liquidaría la inversión en cuestión para destinar los recursos obtenidos a la constitución de una organización no lucrativa a la que solo accederían personas reclutadas fuera de los canales usuales de contratación. Se ofrecerían oportunidades de empleo a personas seleccionadas a partir de sus comportamientos y desempeños profesionales en público sin saber que están siendo estudiadas y evaluadas. A lo largo de los años he sido testigo de comportamientos ejemplares, espontáneos, en variados contextos, que me han impresionado, ya fueran de un camarero, de un enfermero, de un taxista, de un médico, de un deportista, de un transeúnte, de un jardinero o de un albañil. Han sido momentos en los que he lamentado no ser un magnate empresarial o, cuando menos, una especie de habilitado con la facultad de expedir un diploma de reconocimiento honorífico.

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