Un lector de una de las últimas entradas de este blog (condición que, a decir verdad, lo convierte en una especie casi tan rara como la del unicornio) me comentaba que se había quedado completamente desconcertado al encontrarse con la referencia al mitológico animal. No entendía la conexión entre la posible tenencia de un ejemplar de esas características, ya fuera en régimen de propiedad total o compartida, y la obtención de recursos financieros. No le parecía, en cualquier caso, muy apropiado asociar el elemento dinerario a la figura de un animal fabuloso ideado (“fingido”, según el Diccionario de la Real Academia Española) por los antiguos poetas. Ni siquiera aunque se pudiera pensar en un destino benefactor. Es cierto, el dinero y la poesía tienden a repelerse de manera natural. No obstante, ya el cantautor y poeta cubano Silvio Rodríguez puso precio al simple hecho de que alguien le aportara información para encontrar a su unicornio azul.
La alusión al “unicornio” en dicha entrada del blog en cierta manera buscaba ese efecto en un hipotético lector de connotaciones literarias y no financieras. Significaba una renuncia premeditada a la pauta autoimpuesta de tratar de que la información y la argumentación contenidas en un texto dirigido a un potencial público no especialista pueda ser entendible por cualquiera. Algunos de los testimonios recibidos, ya a lo largo de años, son indicativos de que, pese a esa orientación pretendidamente didáctica, no es tan fácil alcanzar el objetivo deseado. No es este el caso, como decía, de la incursión del concepto de “unicornio”, que solo pretendía provocar -en el supuesto (un tanto improbable hoy día) de que alguien no estuviera familiarizado con él- una inquietud por su aclaración.
La acepción fue acuñada en el año 2013, según recogía el diario Financial Times al declarar “unicornio” como palabra del año 2015, por Aileen Lee, fundadora de la empresa de capital-riesgo Cowboy Ventures. La imagen del unicornio fue elegida para describir compañías tecnológicas privadas valoradas en 1.000 millones de dólares o más. Según señalaba Jonathan Ford (Financial Times, 22-12-2015), quizás fueron los atributos de elusividad y deseabilidad, asociados a los unicornios, los que pudieron llevar a semejante equiparación.
Justificadamente o no, lo cierto es que las modernas criaturas surgidas en la fauna tecnológica han sido desde entonces objeto de estudio, atención e inventarización. Según las informaciones recogidas por el citado diario, en 2015 se computaban 145 unicornios y, en 2017, más de 40 en Europa. Más recientemente, CB Insights ha identificado 236 compañías de esa categoría, con una valoración económica agregada de 811.000 millones de dólares.
La relativa trivialidad que el boom tecnológico ha conferido a la cota de los mil millones de dólares ha propiciado la aparición de otro neologismo, el de “superunicornio”, para hacer referencia a proyectos valorados en 100.000 millones de dólares (sic) o más. Otros neologismos recogidos por Financial Times (18-12-2016) son los siguientes: “My Little Pony” (una ‘start-up’ valorada en $10 millones o más), “Centauro” ($100 millones) y “Quinquagintacorn” ($50.000 millones).
Ahora bien, como la experiencia demuestra, la pertenencia a un club, por muy selecto que sea, no garantiza que ese estatus quede garantizado de por vida. Así, no faltan los ejemplos de unicornios que han quedado descornados. Tanto es así que el glosario se ha ampliado para dar cabida a un nuevo vocablo, “unicorpse” (literalmente, “unicadáver”; tal vez, mejor, “unicorpore”… “insepulto”), definido como una compañía privada que anteriormente estuvo valorada en 1.000 millones de dólares o más, y que ahora vale mucho menos.
Pensándolo bien, tras este recorrido a lomos de estos animales tan impulsivos, que, hasta en su mínima expresión, se antojan monturas inalcanzables, puede ser más sensato contentarse con recuperar el caballito trotador que nos cantaba Serrat. Tras un momento de respiro, comprobamos que la pequeña noria que nos acompañó en la infancia hace tiempo que detuvo su marcha. Ahora, quieta en la penumbra, nos muestra el camino. Después de tanto girar y girar, seguimos en el mismo sitio.