Aunque pueda ser algo exagerado afirmar que la Economía como ciencia está aún en su infancia, no lo es tanto afirmar que se mantiene en la bisoñez, especialmente cuando se compara con ciencias milenarias. Además, la crisis de 2007-2008 ha tenido un impacto involucionista, en la medida en que ha obligado a revisar esquemas establecidos y a desandar parte del camino a fin de poder reemprender la marcha sobre bases más sólidas. Los ataques a la ciencia económica han provenido de fuera, desde todos los puntos cardinales, pero también de las filas de los propios economistas.
A diferencia de lo que ocurre con otras disciplinas científicas, en las que las recomendaciones sobre las pautas de actuación suelen quedar circunscritas a los especialistas respectivos, el campo económico queda abierto a las exhortaciones de cualquier persona sin que se considere necesario exhibir ningún aval profesional.
A diferencia de lo que ocurre con otras disciplinas científicas, en las que las recomendaciones sobre las pautas de actuación suelen quedar circunscritas a los especialistas respectivos, el campo económico queda abierto a las exhortaciones de cualquier persona sin que se considere necesario exhibir ningún aval profesional.
Quizás lo anterior no resulte demasiado extraño teniendo en cuenta el cisma existente dentro de la profesión económica, que podría resumirse en la polarización entre los “ortodoxos” y los “heterodoxos”. Los primeros pueden ser más influyentes en los círculos académicos; los segundos, en la formación de la opinión pública. Dentro de ésta, tiende a prevalecer la idea de que la Economía no es una disciplina científica. Por sus connotaciones sociales, existe la creencia de que no es posible construir proposiciones científicas ni alcanzar un consenso académico.
Este punto de vista no es compartido por Pierre Cahuc y André Zylberberg, quienes sostienen que no es el objeto de estudio lo que nos permite saber si una disciplina es científica o no, sino el método empleado para validar los resultados, lo que diferencia el saber científico de las demás formas de conocimiento. Especialmente en la época de los “big data”, la Economía se ha convertido en una ciencia experimental en la que es posible establecer relaciones de causa y efecto. Relaciones de carácter estadístico, desprovistas de condicionamientos ideológicos, como las que son frecuentes en la ciencia de la Medicina. De esta manera han podido proveerse conocimientos sobre una amplia variedad de asuntos que, en numerosas ocasiones, chocan frontalmente con las creencias o los intereses de agentes concretos.
Según los citados economistas franceses, autores del libro “El negacionismo económico”, la Economía es la disciplina que se enfrenta al negacionismo más virulento. El conocimiento económico genera verdades incómodas que, como en otros campos bien conocidos (cambio climático y efectos del tabaco, entre otros), pueden ser objeto de actitudes descalificatorias motivadas por el interés personal o la ideología.
Como preámbulo, Cahuc y Zylberberg nos recuerdan la sobrecogedora experiencia vivida en la Unión Soviética en la larga fase de dominio del lysenkoísmo, doctrina que negaba la influencia de la genética y que contó con el apoyo de renombrados intelectuales extranjeros. Ciencia proletaria frente a ciencia burguesa, capitalista o reaccionaria. Bajo otros ropajes, según los autores del libro reseñado, esa visión distorsionada sigue presente, particularmente en el terreno de la Economía. Los que se consideran economistas “heterodoxos”, entre los que destacan algunos conocidos colectivos, vendrían a desempeñar ese papel etiquetador, según la tesis expuesta en la referida obra.
Dentro del paraguas del enfoque metodológico que propugnan, sus autores efectúan un recorrido en el que examinan diversos temas a la de luz de las evidencias empíricas acumuladas: efectos del salario mínimo sobre el empleo, consecuencias de las restricciones a la competencia empresarial, eficacia de las políticas keynesianas, impacto de la reducción de la jornada laboral sobre el nivel general de la ocupación, evaluación del sector público como intermediario financiero, y análisis de las repercusiones de las medidas impositivas.
Cahuc y Zylberberg reivindican el carácter científico de la Economía. Para saber cuál es la mejor manera de curar el cáncer, es preferible fiarse de los investigadores médicos, y no de los curanderos, por lo que recomiendan que esa directriz de recurrir a los investigadores cualificados sea también seguida como mejor opción para obtener una opinión informada sobre temas que no conocemos. Sin embargo, son numerosas las personas ajenas a la Economía que se consideran autorizadas para pontificar sobre los asuntos económicos.
“Querer cambiar la sociedad sin tener en cuenta los conocimientos producidos por el método científico es dejarse arrastrar por el negacionismo”, lo que provoca una “ceguera (que) hace que gran parte de las élites francesas vivan en una forma de pensamiento económico que tiene más de creencia fantástica que de racionalismo. Se proponen remedios mágicos que nos curarán instantáneamente y sin coste de todos los males”.
Ante un planteamiento como el de los autores del libro comentado, claramente a contracorriente, es difícil que pueda lograrse la aquiescencia popular, pero, como ellos recuerdan, la lógica de la producción científica nada tiene que ver con el funcionamiento de la democracia. Por ello, antes de adoptar una actitud negacionista apriorística puede ser conveniente una aproximación libre de juicios de valor. ¿Es esto posible en Economía? Una reflexión al respecto he realizado recientemente en mi blog personal. En su conocida obra “El político y el científico”, Max Weber afirmaba que “allí en donde un hombre de ciencia permite que se introduzcan sus propios juicios de valor deja de tener una plena comprensión del tema”.
Y, desde luego, si alguien estima que todos los problemas económicos pueden resolverse dentro de un molde ideológico, no tendría demasiado sentido dedicar esfuerzos a la investigación económica. El significado de la célebre frase de Keynes, reproducida en las paredes de la Facultad de Económicas de Málaga, decaería por completo: “Nada es más importante para el desarrollo de un país que una buena Escuela de Economía”. Aún así, no cabría olvidar la enseñanza de Max Weber: “la primera tarea de un profesor es la de enseñar a sus alumnos a aceptar los hechos incómodos… aquellos hechos que resultan incómodos para la corriente de opinión que los alumnos comparten, y para todas las corrientes de opinión, incluIda la mía propia, existen hechos incómodos”.
(Artículo publicado en el diario “Sur”, el día 16 de abril de 2018)