En una de sus últimas comparecencias regulares en el diario Financial Times, la con razón afamada columnista Lucy Kellaway aborda el arte del saber decir no. Tras una reflexión personal, concluye que declinar una serie de actuaciones no placenteras o que conllevan un esfuerzo injustificado, además de hacerla más feliz, la sitúa dentro de las pautas imperantes entre la gente exitosa, entre los triunfadores.
Aunque no se trate precisamente de la invención de la pólvora, la postura de decir no ha pasado de ser un atributo intrínseco, un rasgo inherente a las personalidades de postín y/o ungidas para el éxito, a adquirir el estatus de culto, a convertirse en un signo de distinción y en un motivo de celebración.
Una especie de nouvelle vague del no, por activa y por pasiva, se ha abierto paso entre los predicadores de libretos consagrados al éxito y los afiliados a esa corriente, que se prestan gustosos a no apartarse del nuevo ideario. Grabado está en los recetarios más lustrosos del coaching.
Algún tiempo atrás, un tal Baltasar Gracián (que hizo méritos sobrados para haber llegado a ser head coach) recomendaba que “No todo se ha de conceder, ni a todos… más se estima el no de algunos que el sí de otros”.
En el blog de la Harvard Business Review -ahí es nada- diversos titulados en la especialidad nos muestran los efectos negativos que tiene el decir sí a cosas de escaso valor y nos instruyen en ocurrentes prácticas para ayudarnos a decir no. Quizás muchos se lamenten de que semejantes facilidades no existieran asaz tiempo atrás; tal vez sus vidas se habrían regido por otro guion más productivo o placentero. Como señalaba en la introducción de “Caleidoscopio en blanco y negro”, hace años enmarqué el texto de la célebre lamentación de Robinson Crusoe (“Ahora compruebo, aunque demasiado tarde, la locura de comenzar una obra…”).
Según Kellaway, la diferencia básica entre el sí y el no estriba en que el primero es fácil y el segundo difícil. Recomienda no dar nunca razones (para el no), ya que estas pueden ser contrarrestadas y acabar en una capitulación. Por eso, lo mejor es no dudar y disparar rápidamente un no rotundo, sin margen para la revisión. Como corolario sugiere que jamás escudemos la negativa en el hecho de estar muy ocupados. Esto no impresionará a nadie y puede ser tomado como una prueba palpable de que no hemos desarrollado adecuadas competencias para eludir compromisos. No obstante, Gracián mantenía que “El no y el sí son breves de decir, y piden mucho pensar”.
Mimetizada en los anaqueles de la biblioteca de mi despacho, como un elemento decorativo más, la reflexión del célebre náufrago ciertamente no me ha sido de gran ayuda a lo largo de los años. Ahora es casi inevitable preguntarse cómo habría sido el devenir de los eventos personales en caso de haber dado el no como respuesta ante algunas disyuntivas cruciales. Pero hacer una reconstrucción hipotética puede ser un ejercicio de entretenimiento bastante estéril. Nunca podremos saber cuál habría sido el curso alternativo de nuestra vida ni, en consecuencia, cómo se compararía con la trayectoria real, que, como canta Serrat, no admite enmienda retrospectiva (“Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”), aunque, a diferencia de lo que él piensa, no está tan claro que esté exenta de la tristeza.