Thomas Sowell, legendario economista
estadounidense de 94 años, lleva tiempo enjuiciando la justicia social. Es frecuente
que, ante la valoración de las políticas económicas y sociales, nos dejemos
llevar por alguna tendencia apriorística, determinada por una posición
ideológica o una visión del mundo. Sowell propone adoptar un enfoque apoyado en
tres pilares, que es difícil rechazar de antemano: el razonamiento filosófico,
la argumentación económica y, sobre todo, los datos de la experiencia.
Es la metodología que despliega en su libro
“Falacias de la justicia social” (Deusto, 2024). Toda justicia es inherentemente
social. ¿Puede alguien ser justo o injusto en una isla desierta?, pregunta
desde hace años. El núcleo de la visión de la justicia social reside en el
supuesto de que, dado que las desigualdades entre las personas superan con
creces cualquier diferencia entre sus condiciones innatas, tales disparidades han
de percibirse necesariamente como la evidencia de los efectos de la explotación
y la discriminación. Sowell trata de rebatir este planteamiento señalando que hay
minorías subordinadas que han logrado históricamente, en algunas parcelas,
mejores resultados económicos que las mayorías dominantes, e introduce el
concepto de desigualdades recíprocas: algunos grupos se encuentran rezagados en
la consecución de ciertos logros, pero destacan en otros. Y aduce que hay
factores ajenos a la discriminación que pueden explicar las diferencias en los
resultados.
Por otra parte, resalta que las disparidades
estadísticas entre grupos raciales no pueden atribuirse mecánicamente a la
raza, ya sea por causas genéticas o por discriminación. Hay varios aspectos que
influyen en la desigualdad de los ingresos, entre ellos, las diferencias en la
proporción de familias monoparentales, o en patrones de comportamiento. Rememora
la inclinación del “progresismo” estadounidense, en su etapa inicial, hacia el
determinismo genético. Entre los episodios que menciona, algunos -difíciles de
creer- llaman poderosamente la atención, como la consideración, atribuida a un
máximo mandatario, de que había personas que eran inferiores. En la etapa
posterior de dicha corriente, la teoría de los genes fue reemplazada por la
discriminación racial como explicación automática de las diferencias grupales
en los resultados económicos y sociales. Sowell cree encontrar un nexo común en
esas dos etapas: la impermeabilidad a las pruebas o conclusiones que
contradijeran sus propias creencias.
El tercer grupo de posibles falacias se
congrega en torno a un símil ajedrecístico. En la aplicación de políticas
redistributivas se considera que los individuos afectados son piezas inertes en
un tablero de ajedrez. Sin embargo, no suele ser así, y las medidas económicas tienen
efectos, a veces contraproducentes. En el apartado dedicado al conocimiento, cuestiona
a Rousseau y a otros pensadores, que, pese a postular que la sociedad debe
guiarse por la ‘voluntad popular’, abogan por dejar la interpretación de esa
voluntad en manos de las élites. Alude a Hayek como figura destacada en la
oposición a la presunta superioridad de los intelectuales como guías o
sustitutos de otras personas, bajo la pretensión de su omnicompetencia: “Las
políticas basadas en la visión de la justicia social tienden a asumir no sólo
una concentración del conocimiento trascendental en las élites intelectuales,
sino también una concentración de las causas de las disparidades
socioeconómicas en otras personas… [y tienen] una dependencia de afirmaciones
sin fundamentos basadas en el consenso de las élites, tratadas como si eso
equivaliera a hechos documentados”.
Para Sowell, ni la sociedad ni el gobierno
tienen un control causal o una responsabilidad moral que se extienda a todo lo
que ha salido bien o mal en la vida de cada persona. Asimismo, entiende que “una
visión global predominante no tiene por qué producir ninguna prueba objetiva
cuando la retórica y la repetición pueden ser suficientes para lograr sus
objetivos, sobre todo cuando se pueden ignorar o suprimir puntos de vista
alternativos”.
Y deja una reflexión final: “Quizás lo más
sorprendente de todo sea que muchos defensores de la justicia social han
mostrado poco o ningún interés por ejemplos notables de progreso de los pobres,
cuando ese progreso no se basaba en el tipo de política promovida en nombre de
la justicia social… Eso plantea al menos la cuestión de si las prioridades de
los defensores de la justicia social son los propios pobres o la visión del
mundo de los defensores de la justicia social y su propio papel en esa visión”.
Duro e incisivo, ciertamente, el enjuiciamiento realizado por Sowell,
afortunadamente, debatible y contrastable en una sociedad libre: ¿“So-well”, o
“Not-so-well”?, ¿“So-well-come”, o “So-fare-well”? Algo que no es factible si
se da la inquietante opción evocada por un conocido seudónimo: “Or-well”.
(Artículo publicado en el diario “Sur”)