El
IVA es, en buena medida, un impuesto tocado por la varita de los dioses. Su
historia, a diferencia del impuesto sobre el gasto personal, un impuesto
directo, es una historia de éxito. Hoy día, está implantado, prácticamente, en
todos los países del mundo. Especialmente si lo comparamos con las arcaicas
figuras del impuesto en cascada, hoy extinguidas, es un impuesto que presenta
grandes ventajas, supeditadas a que se preserve su uniformidad, es decir, que
el impuesto represente el mismo porcentaje del precio final de todos los bienes
y servicios. Requisito bastante fácil de enunciar, más difícil de garantizar en
la práctica.
Gran
parte de sus ventajas técnicas derivan de su condición de impuesto indirecto y
objetivo, que grava todos los actos de consumo, de manera indiferenciada. Los
problemas comienzan cuando, además, se pretende que, con la misma estructura,
tenga los atributos de un impuesto directo y personal. En principio, aspirar a
que un impuesto indirecto actúe como uno directo sólo puede ser una fuente de
frustraciones.
Una
de ellas está relacionada con las nociones de progresividad y regresividad.
Dado que el consumo familiar representa un porcentaje sobre la renta familiar
que disminuye a medida que ésta aumenta, parece claro que un IVA con un tipo de
gravamen único esté abocado a ser un impuesto regresivo, es decir, representará
un porcentaje decreciente con el nivel de renta. Esta conclusión se ve
determinada por el hecho de considerar que es la renta la magnitud adecuada
para medir la progresividad o la regresividad de un impuesto. Suele
prescindirse de la consideración de cuál debe ser la magnitud de referencia, a
tal fin, en el caso de un impuesto cuya base es el consumo. Igualmente se obvia
la cuestión relativa al horizonte temporal (un año o el conjunto de la vida de
las personas).
Incluso
ha llegado a afirmarse que el IVA sería un impuesto perfecto (además, los
empresarios actúan como agentes recaudadores), si no fuera por ese
inconveniente. El enfoque tradicional para corregir el problema de la
regresividad, medida en términos convencionales, ha sido la utilización de
exenciones o de tipos de gravamen reducidos respecto a una serie de bienes y servicios
de primera necesidad o considerados básicos. Dado que este tipo de bienes y servicios
tiende a tener mayor peso de la cesta de la compra de las familias menos
pudientes, el impacto de tales medidas ha de ser claramente favorecedor de una
menor regresividad. Sin embargo, puesto que algunos de dichos bienes y servicios
también son consumidos por las familias de mayor renta, en ocasiones con un
mayor importe en términos absolutos, tiene lugar una minoración innecesaria de
la carga tributaria que, además, contrarresta la disminución de la regresividad.
Otras
alternativas para este objetivo son el establecimiento de impuestos sobre la renta
dotados de progresividad y el otorgamiento de subsidios globales a las familias
de renta baja. Estas parecen ser buenas opciones, ya que posibilitan que todas
las familias, una vez que se garantiza que obtienen una renta mínima determinada,
afrontan los mismos precios relativos de todos los bienes (excluyendo, por supuesto,
el ocio).
Más
recientemente, se han formulado propuestas para el diseño de un IVA progresivo,
que se basan en tres elementos[1]:
i) gravamen pleno de todo el consumo a un tipo impositivo único, sin exenciones;
ii) pago de un subsidio compensatorio por IVA; y iii) un mecanismo digital que
permita el pago de dicho subsidio en tiempo real, en el momento de la compra.
Las
propuestas de este tenor tienen indudable interés, pero no carecen de algunos
inconvenientes. En todo caso, hay una cosa que está bastante clara: el esquema
planteada no es puramente impositivo, sino una combinación impositivo-prestacional.
El IVA puede ser un impuesto de gran consistencia técnica (y, en el fondo, de justificación
cuestionable, si lo que se pretende es gravar el consumo), pero no puede hacer
milagros.
[1] Vid.
Rita de la Feria y Artur Swistak, “Designing a Progressive VAT”, IMF Working
Papers, WP/24/78.