Edward Chancellor ha escrito una
impresionante historia de los tipos de interés, a la que da título la
definición que sintetiza su significado, “El precio del tiempo” (Deusto, 2024).
En un recorrido de más de 5.000 años, los tipos de interés han acompañado el
curso de la sociedad y han condicionado la marcha y el rumbo de la economía. Su
trayectoria está marcada por una fuerte oposición proveniente de los ámbitos
filosófico y religioso.
Pese a ello, ya en los tiempos babilónicos
formaban parte de las transacciones comerciales con unas tasas (las más altas
de la historia, incluso por encima del 30% anual) que hoy se antojan
inaprensibles. Fue en Mesopotamia donde se inventó el interés compuesto, la ley
más poderosa del universo, según frase atribuida a Einstein.
En dicha obra, Chancellor, historiador
financiero y periodista económico, deja constancia de que el concepto de
interés es sumamente complejo, y pone el foco en una cuestión básica: si una
economía capitalista puede funcionar adecuadamente sin un interés determinado
por el mercado. Defiende la tesis de que éste es imprescindible para orientar
la asignación del capital en la economía, y sin él resulta imposible valorar
las inversiones.
La legitimidad de su uso se fue abriendo
camino, a lo largo de los siglos, cuando se percibió que el tiempo tenía valor,
y que el interés servía para compensar al acreedor por el coste de oportunidad
(lucro cesante) por no poder emplear su capital prestado. El interés es el
valor temporal del dinero. Apoyándose en las ideas de Hayek, sostiene que la
acumulación de una deuda privada excesiva como consecuencia de unos tipos muy
reducidos, que inclinan a las empresas a invertir en proyectos con una
recompensa muy lejana en el tiempo, puede ser desastrosa.
La historia económica está salpicada de
grandes controversias entre los partidarios y los detractores de la aplicación
de tipos muy bajos. Mientras que los primeros anunciaban el surgimiento de un
círculo virtuoso, los segundos creían que ofrecer crédito a un precio inferior a
la tasa natural abocaba a una burbuja financiera.
Ha habido diferentes interpretaciones del
tipo de interés natural, entre ellas la que lo identifica por la ausencia de
inflación y deflación. Algunos economistas lo asocian a la tasa de crecimiento
del PIB nominal. A lo largo del libro, el autor desbroza lo acontecido en
significativas experiencias históricas en las que encuentra paralelismos
doctrinales y coyunturales con los episodios de las crisis financieras
recientes. En relación con la iniciada en 2007-2008, señala que “los
economistas de la corriente predominante, que habían sido incapaces de detectar
una sola señal de fragilidad financiera con antelación, tenían de repente un
sinfín de explicaciones”.
De esa crítica exonera a algunos
economistas del Banco de Basilea, para quienes la crisis financiera no estaba
causada por una saturación de ahorro, sino por un exceso de crédito. De igual
manera, cuestionaban el recurso a los tipos ultrabajos (“que actúan como la
copa que cura la resaca”) como remedio para normalizar los niveles de deuda, en
la medida en que empujaban a seguir agrandándola.
Se hace eco de la asimilación del tipo de
interés al tiempo de posesión en el baloncesto, cuya función es acelerar el
juego: “Con un tipo de interés cero, la economía progresa al solemne ritmo de
una marcha fúnebre”. Los tipos ultrarreducidos acaban llenando la economía de
empresas zombis, en perjuicio de las empresas más dinámicas y productivas. Dichos
tipos, que benefician indiscriminadamente a los deudores, castigan enormemente
a los ahorradores y a quienes han acumulado fondos para su jubilación. En una
situación de “represión financiera”, los tipos a corto plazo quedan por debajo
de la tasa de inflación. Han sido, además, un factor de incremento de la
desigualdad de la renta y la riqueza. A este respecto, Chancellor cuestiona la
pretendida “ley de la desigualdad” de Piketty, rebatida por los datos, así como
su error de no diferenciar entre los activos productivos y los activos
financieros.
Los tipos de interés han llegado a entrar
en terreno negativo (“los daneses que tenían una vivienda recibían un reembolso
por sus hipotecas y las empresas obtenían un pago adicional por emitir bonos
con una rentabilidad negativa”), lo que califica como la innovación más
estúpida y la más extraña en la historia de las finanzas.
El precio más importante de una economía
de mercado es el tipo de interés. Los tipos de interés son los semáforos que
guían la economía de mercado: “Apaga esos semáforos y se producirá una colisión
en cadena”. Sin su referencia, resulta imposible valorar los flujos futuros de
ingresos, el capital no se puede asignar de forma adecuada, y el ahorro es
escaso.
(Artículo publicado en el diario “Sur”)