No
hace mucho, un conocido me comentaba que había intentado varias veces remitirme
un mensaje por WhatsApp y que no lograba entender qué podía ocurrir para que no
llegaran a su destino. Daba por hecho que el destinatario era usuario de esa aplicación.
Una suposición, por cierto, bastante normal. Aunque hay alguna que otra excepción,
que, desde luego, no confirma la regla: no es absolutamente seguro que toda persona
haya de ser usuaria de WhatsApp (al menos de momento).
Serlo
tiene, evidentemente, grandes ventajas a efectos de comunicaciones, inmediatas
y sin coste (dinerario). Esas ventajas se contraponen, sin embargo, con la otra
cara de la moneda: el carácter invasivo de un flujo incesante de mensajes, el
consumo de tiempo asociado a su lectura y, en su caso, cumplimentación, y también
la tendencia a incrementar las comunicaciones gracias a las enormes facilidades
que ofrece la herramienta.
En
cierta medida el esquema anterior responde a lo ocurrido en el experimento que
Tim Harford describe en un artículo reciente (“The paradox of greater efficiency”,
Financial Times, 18-5-2024). La sustitución de los antiguos aparatos “buscapersonas”
por el WhatsApp, en un hospital de San Francisco, llevó a que los médicos se
viera pronto saturados de notificaciones. La experiencia no fue muy exitosa.
Recuerda
Harford el paralelismo con la “paradoja de Jevons”, quien, en 1835, advirtió de
que la eficiencia energética no era una solución para garantizar el uso del
carbón. Si bien la posibilidad de altos hornos más eficientes permitiría producir
más hierro con menos carbón, la proliferación de aquellos llevaría a que el
consumo de carbón no disminuyera. En definitiva, cuando una tecnología intensiva
en energía se hace más eficiente, tendemos a utilizarla más.