Era Málaga, en los años de mi
lejana infancia, una ciudad con un centro poblado de establecimientos comerciales
dotados de estilo, de tradición y, sobre todo, de una remarcable dignidad. Los
tiempos eran difíciles, pero ese era un rasgo no visible por el ojo infantil. Y
cada establecimiento, con sus obsequiosos escaparates y su nómina de esmerados
dependientes, ayudaba a componer un conjunto cálido y armonioso con efectos
balsámicos. No hacía falta disponer de grandes sumas de recursos para percibir
su manto acogedor y sentir los latidos de la vida a pie de calle. Por eso,
repasar las páginas de la obra de Fernando Alonso “Comercios malagueños que dejaron
huella”, que hoy ya no se puede encontrar, nos aboca a una situación de tristeza
y desamparo.
Tal vez, por esa misma razón, se
engrandece la imagen que proyecta la Málaga antigua, cuando nos adentramos en
crónicas seculares, reveladoras de atributos ya difuminados o extinguidos. En
sus “Andanças e viajes” medievales, Pero Tafur describe Málaga como una “cibdad
muy mercadantesca”, dotada de mucho mercadeo. Caprichoso es el lenguaje y, a
veces, premonitorio.