Aunque, en más de una ocasión, se ha anticipado
la inminente jubilación del producto interior bruto (PIB) por habitante como
indicador del nivel de desarrollo económico de un país o de un territorio, lo cierto
es que sigue ocupando una posición hegemónica. Pese a las considerables críticas
que recaen sobre el propio concepto y el cómputo del PIB (desatención de los
efectos contaminantes de la producción de bienes y servicios, no inclusión -total
o parcial- de la economía sumergida ni de las actividades domésticas, solución
insatisfactoria a la contabilización de la producción pública, abstracción de
la desigualdad en la distribución de la renta…), lo cierto es que, a la hora de
la verdad, resulta difícil sustraerse al dictado de dicho indicador. Las
críticas metodológicas se multiplican, al tiempo que surgen alternativas para
medir el nivel de vida y el bienestar de la población, pero el PIB per cápita
muestra una resiliencia asombrosa.
No es extraño, pues, que nos veamos afectados
por un sentimiento de desazón al examinar los datos del PIB por habitante
correspondientes al año 2022, para el conjunto de regiones españolas,
publicados recientemente por el Instituto Nacional de Estadística. Con una
cifra de 21.091 euros, el PIB por habitante de Andalucía equivale al 75% de la
media española, y se sitúa en el último lugar entre las 17 comunidades
autónomas, aunque quepa efectuar algunos ajustes y correcciones. El PIB por
habitante de España equivale a un 86% de la media de la Unión Europea (UE), lo
que significa que el de Andalucía es aproximadamente un tercio inferior al de
la UE.
¿Cómo es posible que estemos en esa
situación? Hace más de 45 años, cuando se reclamaba autonomía regional, ésta se
concebía como un instrumento para potenciar el desarrollo económico y lograr
una convergencia económica real con las regiones más avanzadas de España. Ésta
era, de hecho, una de las motivaciones para emprender un proceso tan amplio e
intenso de descentralización del sector público como el protagonizado por
España, como es también una aspiración de la UE respecto a sus Estados miembros
y a sus regiones.
Ahora bien, no haber colmado las
pretensiones de convergencia no significa que no haya habido sustanciales
mejoras económicas y sociales. De entrada, la población andaluza ha aumentado
un 35% desde 1977, la magnitud de la economía casi se ha triplicado en términos
reales, el número de ocupados prácticamente se ha multiplicado por dos, y el
PIB real por habitante se ha duplicado. Se trata de incrementos muy
sustanciales, claramente apreciables en perspectiva histórica, que, sin
embargo, se diluyen cuando nos situamos en un marco de referencia donde también
se han registrado aumentos, y, además, ha habido un menor incremento de la
población.
A este respecto, es interesante ver cómo
ha evolucionado la distribución territorial del total de la producción de
España entre los años 1955 y 2019 (antes de la pandemia del coronavirus),
tomando la serie homogénea elaborada por Fedea. En el año 1955, el peso de
Andalucía dentro de la economía española era del 13,9%. Luego disminuyó, hasta
alcanzar un mínimo del 13% en 1975. En 1990 y 1991 se llegaba al 13,7%. Tras
algunas oscilaciones, se situaba en el 13,3% en 2019. Una considerable
estabilidad en la participación se observa en la gran mayoría de las regiones. Hay,
sin embargo, algunos rasgos significativos: el retroceso de Cataluña y del País
Vasco, y especialmente, el gran avance de Madrid, que, partiendo de un 11,6% en
1955, se coloca, al final del período considerado, por encima del 19%, como
primera economía regional.
El análisis del nivel de PIB per cápita en
Andalucía nos lleva, indefectiblemente, a la consideración del “álgebra simple
del desarrollo económico”. La magnitud del PIB per cápita viene explicada por
el juego de tres variables básicas: i) el porcentaje de personas ocupadas sobre
la población total; ii) el esfuerzo laboral o número de horas trabajadas por
cada persona ocupada; y iii) la productividad aparente del trabajo, es decir,
el valor de la producción por hora trabajada. El desfase observado en el PIB por
habitante de Andalucía viene explicado esencialmente por dos factores: la tasa
de ocupación sobre la población y la productividad se sitúan, en ambos casos,
en torno a un 90% de la media nacional. Además, en los últimos años, de manera
llamativa, las estadísticas reflejan un menor número de horas trabajadas por
ocupado, lo que puede obedecer a una diferente duración media de determinados
contratos.
En
suma, la anterior descomposición nos indica el camino para progresar en la
convergencia real (para un mismo esfuerzo laboral): aumentar la proporción de
empleados dentro de la población y/o elevar la productividad. Estas
prescripciones son algo muy simple de enunciar; más difícil, a la vista de la
experiencia, es aplicar medidas efectivas para que puedan materializarse y alterar
tendencias históricas.
(Artículo publicado en el diario “Sur”)