Nada surge del vacío. Incluso el
primer escritor de la historia tuvo que ser deudor, en alguna medida, de circunstancias
de su entorno. El acervo cultural acumulado a lo largo del tiempo es inconmensurable.
Cada vez resulta más difícil que pueda surgir algo original al cien por cien.
De acuerdo. Hay que admitirlo así. ¿Pero excluye este reconocimiento la
posibilidad de que existan escritorios solitarios, que, aislados en su guarida,
rodeados por el inmenso torrente que fluye sin cesar, generen su propia producción
de manera individual?
Simon Kuper, haciendo gala de la elevada
posición intelectual que suele impregnar sus apreciadas e influyentes contribuciones
en el Financial Times, y apoyándose en una serie de casos significativos del
mundo del arte, incide en que “desde hace tiempo se ha entendido que la mayor parte
de los actos de creación son colaborativos”, y “sólo respecto a los libros,
especialmente de ficción, persiste la presunción del genio solitario”[1].
Aunque, a renglón seguido, cuestiona que ese modelo prevalezca realmente en la
práctica, y ensalza el potencial de las “writer’s rooms”.
Con un patente bagaje colaborativo
proveniente del entorno, Kuper apunta hacia el fin del supuesto mito del escritor
solitario. Y, con ello, decreta la muerte del espíritu del escritor, como ave
solitaria, una especie en peligro de extinción, que se resigna a incorporarse a
algunas de las bandadas que cubren el horizonte.
[1] “Time to tackle the myth of the lone writer”, 24-2-2024.