21 de octubre de 2023

El papel de los museos desde un prisma económico

 

Hay actividades e instituciones sociales que, en términos cuantitativos, tienen una escasa relevancia dentro de las grandes cifras macroeconómicas, pero constituyen un componente esencial para la vida en sociedad. Los museos de arte pertenecen a esa categoría. La utilización del análisis económico aporta una perspectiva sobre su papel en la sociedad y las características de las actividades que desarrollan.

En una de las obras de referencia, el economista estadounidense Martin Feldstein señalaba que un museo tiene tres misiones principales: i) preservar los tesoros que las generaciones actuales han heredado del pasado; ii) coleccionar las obras resultantes de la actividad creativa del presente; y iii) actuar como instructores que ayudan al público a conocer y apreciar las obras de arte. A lo anterior hay que añadir una función primordial: los museos son un instrumento que transforman lo que técnicamente son bienes individuales (obras de arte reservadas exclusivamente a sus propietarios) en bienes colectivos, que pueden ser disfrutados por grupos de personas, simultánea o secuencialmente.

La mencionada transformación nos lleva a plantearnos la cuestión del precio para acceder a un museo y poder apreciar las obras expuestas. En este apartado, los economistas recuerdan que hay una regla básica que, idealmente, debe aplicarse para lograr una asignación eficiente de los recursos. Dicha regla dicta que el precio de un bien o servicio debe ser igual al coste marginal de admitir a un usuario o beneficio adicional. A este respecto, hay que tener en cuenta que, en el caso de los bienes o servicios colectivos puros, que admiten un número muy grande (o ilimitado) de usuarios sin detrimento de la calidad, el precio debería ser inequívocamente nulo. Sin embargo, cuando la incorporación de usuarios adicionales implica un coste, estaría justificado un precio a fin de racionalizar el uso y garantizar un nivel mínimo de calidad.

En relación con las obras de arte exhibidas en un museo, si el número de espectadores es muy bajo, no procedería cobrar ningún precio, pero sí en el supuesto de que hubiera aglomeraciones. Consiguientemente, desde esa perspectiva, quedaría fundamentado el cobro de un derecho de entrada con esa finalidad racionalizadora de la demanda. La no aplicación de tal derecho daría lugar a un precio implícito en la forma de tiempo en las colas y de peores condiciones de apreciación de las obras.

Dicho lo anterior, no hay que perder de vista que una cosa es el coste asociado a añadir usuarios adicionales, que puede ser nulo o bajo, y otra el coste de producción del servicio, las exposiciones en el caso que nos ocupa, y el del mantenimiento de los propios museos, que son muy cuantiosos. Los derechos de entrada, en línea con lo indicado, no pueden pretender cubrir todos estos costes. De ahí que la financiación de la oferta museística haya de descansar en los presupuestos públicos o en aportaciones del sector privado.

Los museos se enfrentan, además, a un problema típico de algunas actividades de servicios que son intensivas en el uso del trabajo humano y se prestan poco a la utilización de avances tecnológicos. Pocos ahorros caben en la celebración de un concierto, la representación de una ópera, o la organización de una exposición de pintura. Como muchos de los bienes culturales, las actividades museísticas están sujetas a lo que los economistas denominan “enfermedad de Baumol”. La propia naturaleza de las actividades hace que no puedan registrar incrementos de productividad ni, consiguientemente, disminuciones de los gastos. Ocurre justamente lo contrario, de manera que el coste relativo de estas actividades tiende a aumentar y, con ello, el desafío de su financiación.

Las circunstancias expresadas explican que el sostenimiento de las actividades de los museos no pueda encomendarse sin más a las fuerzas típicas de los mercados, que, además, no captan las externalidades positivas ligadas a la cultura. El respaldo público, de forma directa, o indirecta a través de beneficios fiscales, está justificado atendiendo a los importantes beneficios sociales -para las generaciones actuales y las futuras- que aportan los museos, así como el de las iniciativas filantrópicas, también directas o indirectas.

Hace treinta años, Feldstein se quejaba amargamente del tratamiento otorgado a los museos, incluso en la primera economía mundial: “Aunque los museos de arte son una parte vital de nuestra cultura, financieramente están relativamente ignorados, como hijastros de nuestra sociedad opulenta”. La actividad de los museos figura recogida en las cuentas nacionales dentro de la rúbrica del patrimonio, que, conjuntamente con la de archivos y bibliotecas, representa sólo un 0,14% del PIB en España. Pero sí, los museos constituyen un componente esencial para la vida en sociedad.

(Artículo publicado en el diario “Sur”)

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