Hay actividades e instituciones sociales
que, en términos cuantitativos, tienen una escasa relevancia dentro de las
grandes cifras macroeconómicas, pero constituyen un componente esencial para la
vida en sociedad. Los museos de arte pertenecen a esa categoría. La utilización
del análisis económico aporta una perspectiva sobre su papel en la sociedad y
las características de las actividades que desarrollan.
En una de las obras de referencia, el
economista estadounidense Martin Feldstein señalaba que un museo tiene tres
misiones principales: i) preservar los tesoros que las generaciones actuales
han heredado del pasado; ii) coleccionar las obras resultantes de la actividad
creativa del presente; y iii) actuar como instructores que ayudan al público a
conocer y apreciar las obras de arte. A lo anterior hay que añadir una función
primordial: los museos son un instrumento que transforman lo que técnicamente
son bienes individuales (obras de arte reservadas exclusivamente a sus
propietarios) en bienes colectivos, que pueden ser disfrutados por grupos de personas,
simultánea o secuencialmente.
La mencionada transformación nos lleva a
plantearnos la cuestión del precio para acceder a un museo y poder apreciar las
obras expuestas. En este apartado, los economistas recuerdan que hay una regla
básica que, idealmente, debe aplicarse para lograr una asignación eficiente de
los recursos. Dicha regla dicta que el precio de un bien o servicio debe ser
igual al coste marginal de admitir a un usuario o beneficio adicional. A este
respecto, hay que tener en cuenta que, en el caso de los bienes o servicios
colectivos puros, que admiten un número muy grande (o ilimitado) de usuarios
sin detrimento de la calidad, el precio debería ser inequívocamente nulo. Sin
embargo, cuando la incorporación de usuarios adicionales implica un coste,
estaría justificado un precio a fin de racionalizar el uso y garantizar un
nivel mínimo de calidad.
En relación con las obras de arte
exhibidas en un museo, si el número de espectadores es muy bajo, no procedería
cobrar ningún precio, pero sí en el supuesto de que hubiera aglomeraciones.
Consiguientemente, desde esa perspectiva, quedaría fundamentado el cobro de un
derecho de entrada con esa finalidad racionalizadora de la demanda. La no
aplicación de tal derecho daría lugar a un precio implícito en la forma de
tiempo en las colas y de peores condiciones de apreciación de las obras.
Dicho lo anterior, no hay que perder de
vista que una cosa es el coste asociado a añadir usuarios adicionales, que
puede ser nulo o bajo, y otra el coste de producción del servicio, las
exposiciones en el caso que nos ocupa, y el del mantenimiento de los propios
museos, que son muy cuantiosos. Los derechos de entrada, en línea con lo indicado,
no pueden pretender cubrir todos estos costes. De ahí que la financiación de la
oferta museística haya de descansar en los presupuestos públicos o en
aportaciones del sector privado.
Los museos se enfrentan, además, a un
problema típico de algunas actividades de servicios que son intensivas en el
uso del trabajo humano y se prestan poco a la utilización de avances
tecnológicos. Pocos ahorros caben en la celebración de un concierto, la representación
de una ópera, o la organización de una exposición de pintura. Como muchos de
los bienes culturales, las actividades museísticas están sujetas a lo que los
economistas denominan “enfermedad de Baumol”. La propia naturaleza de las
actividades hace que no puedan registrar incrementos de productividad ni,
consiguientemente, disminuciones de los gastos. Ocurre justamente lo contrario,
de manera que el coste relativo de estas actividades tiende a aumentar y, con
ello, el desafío de su financiación.
Las circunstancias expresadas explican que
el sostenimiento de las actividades de los museos no pueda encomendarse sin más
a las fuerzas típicas de los mercados, que, además, no captan las
externalidades positivas ligadas a la cultura. El respaldo público, de forma
directa, o indirecta a través de beneficios fiscales, está justificado
atendiendo a los importantes beneficios sociales -para las generaciones
actuales y las futuras- que aportan los museos, así como el de las iniciativas
filantrópicas, también directas o indirectas.
Hace treinta años, Feldstein se quejaba
amargamente del tratamiento otorgado a los museos, incluso en la primera
economía mundial: “Aunque los museos de arte son una parte vital de nuestra
cultura, financieramente están relativamente ignorados, como hijastros de nuestra
sociedad opulenta”. La actividad de los museos figura recogida en las cuentas
nacionales dentro de la rúbrica del patrimonio, que, conjuntamente con la de
archivos y bibliotecas, representa sólo un 0,14% del PIB en España. Pero sí,
los museos constituyen un componente esencial para la vida en sociedad.
(Artículo publicado en el diario “Sur”)