10 de septiembre de 2023

La planificación económica, ¿condición para la libertad?

 

Aquel libro llegó a convertirse en una especie de texto venerado. Era una pieza insustituible de las sagradas escrituras que los responsables de formación de las organizaciones juveniles comunistas tenían que dominar para ejercer con eficacia su misión de afianzamiento doctrinal. Recuerdo a uno de ellos, estudiante de Filología española, que llevaba siempre consigo un ejemplar lleno de acotaciones y notas. Era un seguidor entusiasta de Erich Fromm, y “El miedo a la libertad” era su libro de cabecera, en estrecha rivalidad con los manuales más influyentes de Economía marxista. Por aquel entonces, los intelectuales, con independencia de su especialización, parecían dominar los cánones de los esquemas económicos del marxismo.

Publicada muy al principio de los años cuarenta del siglo pasado, en esa obra el autor analizaba la crisis de la democracia, que, en su opinión, “no [era] un problema peculiar de Italia o Alemania, sino que se plantea[ba] en todo Estado moderno”.  Su preocupación fundamental era combatir el fascismo, para él sinónimo de autoritarismo, y defendía la necesidad de entenderlo para poder combatirlo.

Según Fromm, “el progreso de la democracia consiste en acrecentar realmente la libertad, iniciativa y espontaneidad del individuo, no sólo en determinadas cuestiones privadas y espirituales, sino esencialmente en la actividad fundamental de la existencia humana: su trabajo”.

Y, en aquella época, en la que los planes quinquenales habían ya marcado un hito en la historia económica mundial, se preguntaba que cuáles eran las condiciones generales que permitirían alcanzar tal objetivo. Su respuesta era inequívoca y contundente: “El carácter irracional y caótico de la sociedad debe ser reemplazado por una economía planificada que represente el esfuerzo dirigido y armónico de la sociedad como tal”. En este contexto, proponía designar al nuevo orden como “socialismo democrático”, aunque, “en verdad, el nombre no interesa; todo lo que cuenta es el establecimiento de un sistema económico racional que sirva los fines de la comunidad”.

Su pleno convencimiento acerca de las bondades de la planificación le llevaba a aseverar que “solamente en una economía planificada… el individuo logrará participar de la responsabilidad de la dirección y aplicar en su trabajo la inteligencia creadora de que está dotado”.

A diferencia de otras situaciones, la experiencia histórica ha posibilitado la implementación de la planificación económica en un buen número de países a lo largo del siglo veinte, lo que ha permitido disponer de una valiosa base empírica.

También la hay respecto a los planes de desarrollo que, salvando las distancias, el régimen franquista puso en marcha. Y sin que haya que olvidar que, con un enfoque menos indicativo, la Constitución española, en su artículo 131.1, da cabida a la planificación económica, en unos términos que, leídos aisladamente, evocan ciertas connotaciones frommianas: “El Estado, mediante ley, podrá planificar la actividad económica general para atender a las necesidades colectivas, equilibrar y armonizar el desarrollo regional y sectorial y estimular el crecimiento de la renta y de la riqueza y su más justa distribución”.



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