Aquel libro llegó a
convertirse en una especie de texto venerado. Era una pieza insustituible de
las sagradas escrituras que los responsables de formación de las organizaciones
juveniles comunistas tenían que dominar para ejercer con eficacia su misión de afianzamiento
doctrinal. Recuerdo a uno de ellos, estudiante de Filología española, que
llevaba siempre consigo un ejemplar lleno de acotaciones y notas. Era un
seguidor entusiasta de Erich Fromm, y “El miedo a la libertad” era su libro de
cabecera, en estrecha rivalidad con los manuales más influyentes de Economía
marxista. Por aquel entonces, los intelectuales, con independencia de su especialización,
parecían dominar los cánones de los esquemas económicos del marxismo.
Publicada muy al principio de
los años cuarenta del siglo pasado, en esa obra el autor analizaba la crisis de
la democracia, que, en su opinión, “no [era] un problema peculiar de Italia o
Alemania, sino que se plantea[ba] en todo Estado moderno”. Su preocupación fundamental era combatir el
fascismo, para él sinónimo de autoritarismo, y defendía la necesidad de
entenderlo para poder combatirlo.
Según Fromm, “el progreso de
la democracia consiste en acrecentar realmente la libertad, iniciativa y
espontaneidad del individuo, no sólo en determinadas cuestiones privadas y
espirituales, sino esencialmente en la actividad fundamental de la existencia
humana: su trabajo”.
Y, en aquella época, en la que
los planes quinquenales habían ya marcado un hito en la historia económica
mundial, se preguntaba que cuáles eran las condiciones generales que
permitirían alcanzar tal objetivo. Su respuesta era inequívoca y contundente: “El
carácter irracional y caótico de la sociedad debe ser reemplazado por una
economía planificada que represente el esfuerzo dirigido y armónico de la sociedad
como tal”. En este contexto, proponía designar al nuevo orden como “socialismo
democrático”, aunque, “en verdad, el nombre no interesa; todo lo que cuenta es
el establecimiento de un sistema económico racional que sirva los fines de la
comunidad”.
Su pleno convencimiento acerca
de las bondades de la planificación le llevaba a aseverar que “solamente en una
economía planificada… el individuo logrará participar de la responsabilidad de
la dirección y aplicar en su trabajo la inteligencia creadora de que está dotado”.
A diferencia de otras
situaciones, la experiencia histórica ha posibilitado la implementación de la
planificación económica en un buen número de países a lo largo del siglo veinte,
lo que ha permitido disponer de una valiosa base empírica.
También la hay respecto a los
planes de desarrollo que, salvando las distancias, el régimen franquista puso
en marcha. Y sin que haya que olvidar que, con un enfoque menos indicativo, la
Constitución española, en su artículo 131.1, da cabida a la planificación económica,
en unos términos que, leídos aisladamente, evocan ciertas connotaciones
frommianas: “El Estado, mediante ley, podrá planificar la actividad económica
general para atender a las necesidades colectivas, equilibrar y armonizar el
desarrollo regional y sectorial y estimular el crecimiento de la renta y de la
riqueza y su más justa distribución”.