Es un lugar común afirmar que las
infraestructuras económicas y sociales son un elemento clave para el desarrollo
económico[1]. Dadas
sus características técnicas desde un punto de vista económico, se trata de una
área de actuación especialmente propicia para la intervención del sector
público. Ya Adam Smith, considerado un paladín del liberalismo económico, al
abordar los deberes del soberano, incluía expresamente las obras públicas. En
“La Riqueza de las Naciones”, sostenía que la creación y mantenimiento de las
obras públicas que faciliten el comercio de un país requerían efectuar gastos
de diversa índole en los diferentes períodos de la sociedad, y que esto era
algo tan evidente que no necesitaba demostración.
Como todo bien, una infraestructura requiere
incurrir en una serie de costes para su producción. La construcción de
infraestructuras no es, pues, una actuación gratuita, sino que, por el
contrario, dada su magnitud típica, conlleva elevados costes, lo que representa
un freno para su aprobación y puesta en marcha. Sin embargo, no faltan
analistas que consideran que ese freno desaparece si, adoptando una visión
amplia y extendida en el tiempo, se tienen en cuenta sus repercusiones en el
conjunto del circuito económico y su aporte a las arcas públicas.
¿Pueden las inversiones en
infraestructuras llegar generar recursos suficientes que compensen los costes
incurridos, esto es, ser “almuerzos gratis” (“free lunches”)? Es la pregunta
clave. De entrada, es fundamental saber cuál es el origen de la financiación
del proyecto. La situación cambia notoriamente si se recurre a impuestos, a la
sustitución de otros programas de gasto público, o al endeudamiento. Y, no
digamos, si los fondos provienen de transferencias concedidas por otro
gobierno, caso en el que no caben dudas acerca de la gratuidad del almuerzo.
En relación con la opción de los
impuestos, el análisis tiene que considerar el impacto de los efectos
económicos que puedan desencadenarse, así como un coste tan poco visible, pero,
a veces, muy importante, como el del “exceso de gravamen”. Su cómputo eleva
ineludiblemente el umbral exigido. Respecto al endeudamiento, el tipo de
interés juega evidentemente, un papel clave.
En todos los casos, el análisis ha
de contemplar los efectos a corto plazo derivados del gasto efectuado, en un
triple plano: efectos directos, indirectos e inducidos. La cuantía que alcance
en la práctica el multiplicador del gasto es fundamental. Si éste es elevado,
quedaría garantizado que, por la vía de los tributos, se recuperaría una parte
sustancial del coste de la inversión.
Otro factor relevante es el impacto
que las infraestructuras tienen, a largo plazo, sobre el valor de la producción
nacional, que puede aumentar de manera estructural. Aunque no haya que olvidar
los gastos de mantenimiento de las infraestructuras, de esta forma puede
también obtenerse más ingresos fiscales recurrentes.
Sean finalmente o no un “almuerzo
gratis”, las infraestructuras tienen un coste. Es un error pensar que no existe
tal coste, pero también lo es, a veces mayúsculo, creer que no dotar las
infraestructuras necesarias no lo tiene. Hay, así, un coste de las infraestructuras
-que puede verse compensado parcial o totalmente-, y un coste de las no
infraestructuras, que puede llegar a ser muy sustancial.