21 de agosto de 2023

Innovaciones fiscales antiguas: impuestos en el reino de Balnibarbi

 

“Oí un acalorado debate entre dos profesores que discutían los caminos y procedimientos más cómodos y eficaces para allegar recursos de dinero sin oprimir a los súbditos”.

Un debate como ese no conoce límite. La meta es como una especie de trabajo de Hércules que no tiene fin; forma parte, desde hace siglos, del sino de la humanidad, y todo apunta a que seguirá así en los años venideros. A través de la historia, la imaginación fiscal se ha mostrado con grandes dosis de fertilidad, aunque no siempre las figuras planteadas han presentado un suficiente potencial recaudatorio y, en ocasiones, ni siquiera superaban los estándares mínimos de la coherencia. En cualquier caso, siempre es de interés, por uno u otro motivo, detenerse en las propuestas realizadas, en los más diversos ámbitos, para construir un buen sistema fiscal o abordar situaciones específicas dentro de éste. Las cuestiones relacionadas con los impuestos, de manera explícita o implícita, están presentes en la literatura.

La obra “Los viajes de Gulliver”, publicada en 1726, no se aparta de dicha pauta. Quien oía ese “acalorado debate” era el personaje de los relatos de Jonathan Swift. Como señala Enrique Ossorio Crespo, realmente, no se trataba de un cuento infantil sino de una sátira fantástica sobre la sociedad inglesa de los inicios del siglo XVIII. Entre las curiosidades que Gulliver observó en aquellos lejanos países se encontraban dos sistemas impositivos que propugnaban unos extravagantes sabios del reino de Balnibarbi”[1].

Para uno de ellos, “el método más justo era establecer un impuesto sobre los vicios y la necedad, debiendo fijar, según los medios más perfectos, la cantidad por que cada uno hubiera de contribuir un jurado de sus vecinos”.

En cambio, el segundo “quería imponer tributo a aquellas cualidades del cuerpo y de la inteligencia en las cuales basan principalmente los hombres su valor; la cuota sería mayor o menor, según los grados de superioridad, y su determinación quedaría por entero a la conciencia de cada uno. El impuesto más alto pesaría sobre los hombres que se ven particularmente favorecidos por el sexo contrario, y la tasa estaría de acuerdo con el número y la naturaleza de los favores que hubiesen recibido, lo que los interesados mismos serían llamados a atestiguar. El talento, el valor y la cortesía debían ser asimismo fuertemente gravados, y el cobro, igualmente fundado en la palabra que diese cada persona respecto de la cantidad que poseyera. Pero el honor, la justicia, la prudencia y el estudio no habían de ser gravados en absoluto, pues son cualidades de índole tan singular, que nadie se las reconoce a su vecino ni en sí mismo las estima”.

Respecto a las mujeres, proponía que “contribuyeran según su belleza y su gracia para vestir; para lo cual, como con los hombres se hacía, tendrían el privilegio de ser clasificadas según su criterio propio”.

Y no falta un cierto sentido de pragmatismo, toda vez que propugnaba no gravar “la constancia, la castidad, la bondad ni el buen sentido, porque no compensarían el gasto de la recaudación”[2].

Pero, como ilustra E. Ossorio, a través de esta propuesta fiscal, “el sacerdote anglicano que fue Jonathan Swift criticaba a la sociedad de su época, por boca del sabio de Balnibarbi, afirmando que en ningún caso el impuesto debía girar sobre el honor, la justicia, la prudencia, la castidad, el estudio o el buen sentido, a la vista de que, en este caso, la escasez de estas virtudes entre los humanos originaría que las arcas del Estado permanecieran permanentemente vacías”.

No obstante, si la preocupación fuera sólo la de los costes administrativos, éstos podrían obviarse instaurando un “impuesto-sombra” de cumplimentación voluntaria en el que cada persona se autoevaluara en cada uno de los aspectos seleccionados. Incluso podría considerarse exigir cuotas y otorgar a las abonadas el carácter de gasto deducible limitado en la declaración del impuesto personal sobre la renta. La exhibición de los atributos tendría un coste impositivo, pero también, al mismo tiempo, sería un indicador apriorístico de su posible existencia. Si, según Swift, eran virtudes tan escasas a comienzos del siglo XVIII, ¿qué opinaría del panorama existente trescientos años después? ¿Cuál sería hoy, en promedio individual, la materia imponible basada en esos valiosos atributos?





[1] “Así fueron… los viajes de Gulliver”, La ventana de la Agencia, Agencia Tributaria, Portal de Educación Cívico-Tributaria.

[2] Jonathan Swift, “Viajes de Gulliver”, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.


Entradas más vistas del Blog