Los costes fijos de preparación
de una clase, una conferencia o una ponencia son elevadísimos. El coste marginal
de repetición de los mismos contenidos es, en cambio, muy reducido. Eso sí,
partiendo de la premisa de que el tema objeto de estudio no deba ser objeto de actualización
en el intervalo de tiempo considerado. Así, el coste medio de las sucesivas intervenciones
va disminuyendo de forma sostenida. Sólo de esta manera puede resultar medianamente
rentable embarcarse en la tarea de preparación de una exposición sobre
cuestiones novedosas. Las intervenciones limitadas a una sola ocasión pueden tener
unos costes prohibitivos, en términos de esfuerzo y dedicación. Es una pauta
aparentemente bastante razonable que siguen muchos docentes, conferenciantes o
ponentes responsables.
De hecho, a raíz de una reciente
participación en un curso de verano, un asistente me recomendaba que organizara
alguna ronda con objeto de sacar provecho del esfuerzo realizado. Después de más
de cuarenta años de comparecencias de esa naturaleza, ha sido una de las pocas
personas que ha sabido captar y ponderar la dedicación requerida.
Sin embargo, cuando uno asume
el reto y el compromiso de impartir una clase, una conferencia o una ponencia,
ante el foro que sea, no ha de tener en mente, como cuestión prioritaria, el horizonte
inversor de la posible reiteración de la exposición. Tratar de alcanzar la meta
por primera vez es ya en sí mismo un objetivo dotado de un valor especial.
Ciertamente, la inversión puede ser ruinosa en los términos indicados, pero al
mismo tiempo está impregnada de otras connotaciones, por definición,
irrepetibles. Por lo demás, reproducir estricta y mecánicamente una clase, una
conferencia o una ponencia no deja de ser una impostura personal. Hay que dejar
siempre abiertas las puertas a alguna adaptación, actualización, complemento o
matización. Un docente no puede estar nunca sujeto a corsés inamovibles, ni
siquiera a los propios.
La exclusividad de una
intervención en la primera y única sesión tiene alicientes personales, pero
también, ineludiblemente, conlleva algún que otro sinsabor. Especialmente
cuando no queda constancia de ella ni uno mismo es capaz de encontrar, al cabo
de los años, las huellas en las que se sustentó. Echo la vista atrás y un
aluvión de imágenes deslavazadas se acumula, sin que exista ya posibilidad de
encontrar vestigios. Salvo en el campo de la educación financiera, donde, por exigencias
del guion, ha habido alguna recurrencia, aunque nunca total coincidencia, no
logro recordar ninguna intervención, no ligada a actividades docentes regladas,
cuyos costes hayan podido repartirse entre varias sesiones. No es, desde luego,
el principal aspecto a lamentar. No hay que olvidar ni desdeñar que afrontar
unos mayores costes fijos implica también una mayor exposición a la inquietud
del conocimiento y la apertura de nuevos horizontes.
Tras la búsqueda frustrada de
una antigua presentación sobre la eficiencia, únicamente he localizado las imágenes
adjuntas, en las que, junto a la Justicia, aparecen un catalejo y un microscopio.
No he encontrado ningún texto aclaratorio, pero tengo la sensación de que ambos
instrumentos siguen siendo una fuente de inspiración, como la evaluación ciega,
un criterio irrenunciable para juzgar cualquier propuesta.
A AEB, mi más sincero
agradecimiento por su generosidad. Al fin y al cabo, los beneficios intangibles
pueden ser un importante factor compensatorio de los apabullantes costes fijos.