La Biblia está plagada de
prescripciones, en bastantes casos con marcadas connotaciones económicas o
financieras. No faltan ocasiones en las que, en función del pasaje de
referencia, advirtamos algún tipo de contradicción o confrontación entre
diferentes mensajes, como tampoco otras en las que nos vemos sumidos en el
desconcierto ante la dificultad de interpretar el sentido último de la admonición.
No ocurre esto en relación con
las pautas que se dedican a los préstamos en el Eclesiástico: “Presta
a tu prójimo cuando pase necesidad, y por tu parte restituye lo prestado a su
debido tiempo”. Además, se advierte de conductas poco éticas que pueden
aflorar en el mercado crediticio: “Muchos pretenden adueñarse de lo prestado
y ponen en dificultad a quienes los ayudaron”. No se refiere, desde luego,
al caso de las dificultades sobrevenidas: “Antes de recibir el préstamo,
besan las manos del prójimo y humillan la voz para conseguir su dinero; pero, a
la hora de restituir, dan largas, responden con evasivas y echan la culpa a las
circunstancias”.
Un problema, en el fondo de
información asimétrica y, en su base, de ética personal. Las entidades de crédito
disponen de mecanismos para tratar de contrarrestarlo: evaluación previa del
riesgo, conocimiento del “track record” de los prestatarios, constitución de
garantías, e instrumentos legales de recobro. Casi nada de eso existe, en el
ámbito de las relaciones personales, especialmente cuando los “préstamos” son
de naturaleza no dineraria. La vida no suele permitir recurrir a la moviola.