Corría
el mes de julio de 2017, hace ya prácticamente seis años. Aún no sé cómo dejé
persuadirme. Llevaba José María López bastante tiempo en el empeño, predicando,
de hecho, con el ejemplo. Aún no consigo explicármelo, cómo pude dejarme
embaucar, después de hacer declinado alguna que otra propuesta para haber
habilitado un canal similar al amparo de un querido medio. Y de haberme limitado
hasta entonces a la genuina fórmula del “bloc” del diario rengeliano, que,
desgraciadamente, fue engullido por un inmisericorde agujero negro apenas sin
esperar a que se extinguiera el eco de las campanas que doblaron por el
recordado periodista. A estas alturas, no sé si agradecerle o, más bien,
recriminarle que me arrastrara a este submundo en el que los textos navegan
como almas en pena.
Quizás
no habría advertido el detalle sin la aparición de Edmundo, uno de los personajes
que, a su capricho, se afianzó en este hábitat, donde no siempre es fácil distinguir
lo real de lo imaginario. Tras un prolongado período de ausencia, en el que
apenas dio señales de vida, salvo a través de contados y crípticos mensajes, me
abordó ayer inesperadamente cuando me disponía a salir a la calle. “Creía que
no lo lograrías”, fue lo primero que me dijo o, al menos, me pareció entender. “La
cota mil has conseguido al fin”. Como casi siempre, sin darme tiempo a reaccionar,
se escabulló raudo y veloz, mientras me lanzaba uno de sus enrevesados
mensajes: “Nos veremos cuando llegue el solsticio de verano, a la hora
acostumbrada”.
Azorado
por la comparecencia perturbadora del inquieto y travieso personaje, cambié de
planes. Subí a la buhardilla y encendí el ordenador. Sabedor de que es él el
único lector de estos registros personales, me dispuse a llevar a cabo un
intento de contacto epistolar. Fue entonces cuando reparé en cuál era la cota a
la que se refería mi fugaz interlocutor. Pero no estoy muy seguro de si, cuando
creí percibirlo, estaba despierto del todo.