Según recuerdan los
conocedores de la tradición clásica de connotaciones serranas, eran tres los
principios sobre los que pivotaba la adecuada gestión del ahorro bancario:
captar el dinero, administrarlo con esmero y prudencia, y evitar que se drenara
injustificadamente. Mucho antes de disponer de sofisticados “marcos de apetito
al riesgo”, se aplicaban estrictos sistemas de control de la liquidez. Ante la
llegada de peticiones -necesariamente físicas- de retiradas significativas de
fondos por los titulares, saltaban las alarmas y los reintegradores eran
llamados a consultas al despacho del banquero. Por aquel entonces, era éste un
personaje respetado, investido de autoridad como asesor y consultor. El ahorro
era un hábito tenido como virtud, por lo que su disposición había de superar
los tests de necesidad y conveniencia exigidos por las normas que regían
la previsión en el terreno de las finanzas personales.
Para un banquero a la
antigua usanza, la custodia eficaz del dinero confiado y la seguridad en su
recuperación íntegra y puntual eran, en cualquier caso, deberes sagrados
escritos con letras de oro en su catecismo profesional. Aun así, algunos
celosos depositantes pedían comprobar, de vez en cuando, que los saldos
consignados en sus libretas estaban respaldados por billetes tangibles y
concretos puestos a buen recaudo en la caja fuerte de su entidad. Sin ser
conscientes de ello, estaban, de hecho, reivindicando la aplicación de una
antigua teoría que propugnaba un coeficiente de reserva de caja del 100%, una
teoría que ha encontrado nuevos partidarios en los últimos años.
Sin embargo, los bancos y
las cajas de ahorros no limitaban su función empresarial a la faceta de la
custodia de los depósitos captados. Por el contrario, se embarcaban en una
misión bastante complicada y sujeta a riesgos. A sabiendas de que los depositantes
podían exigir su dinero en cualquier momento o según el plazo acordado,
normalmente corto, estaban dispuestos a prestar la mayor parte de ese dinero
(de otras personas) a aquellas familias o empresas que, después de evaluar su
situación económica, consideraban que tenían capacidad para hacer frente a la
devolución del capital y al pago de los intereses pactados. Realizar bien las
dos funciones, custodiar depósitos y conceder préstamos, es, en cierta medida,
una especie de milagro, pues implica conciliar intereses contrapuestos en
cuanto a los plazos requeridos por los oferentes y por los demandantes de
fondos. Dicha operatoria, conocida como la transformación de vencimientos, es
la que permite movilizar unos recursos que, de otro modo, quedarían ociosos, y,
al propio tiempo, que los prestatarios puedan llevar a cabo sus proyectos de
gasto.
Para que este modelo
bancario funcione adecuadamente resultan necesarias una serie de condiciones.
Entre éstas: i) que el banco evalúe bien los riesgos de sus acreditados y
conceda préstamos de una manera diversificada; ii) que los depósitos se
mantengan estables y no se produzcan retiradas masivas; iii) que la entidad
disponga de una liquidez suficiente y de líneas adicionales para hacer frente a
necesidades sobrevenidas; iv) que haya una correcta gestión del riesgo de tipo
de interés, tanto de las operaciones de activo como de las de pasivo.
La experiencia reciente en
el plano internacional ha puesto claramente de manifiesto que los avances
tecnológicos alteran los canales, los formatos y los soportes, pero no cambian
los atributos esenciales de la actividad de intermediación financiera, ni
erradican per se los riesgos inherentes a ésta. Así como el atraso tecnológico
no era un impedimento para aplicar unos criterios de gestión sensatos y
razonables, actuar dentro de un hábitat tecnológico de vanguardia no confiere
garantía alguna al respecto.
La crisis sufrida por el
Silicon Valley Bank ha obedecido a una amalgama de circunstancias peculiares,
entre las que pueden mencionarse: a) la existencia de una base de depositantes
con saldos muy elevados (en una gran mayoría, por encima del importe cubierto
por el seguro de depósitos); b) la manifestación de una acentuada demanda de
mayor retribución de los depósitos, ante una fase de fuerte subida de los tipos
de interés; c) la inversión, en cuantía excesiva, de los fondos captados en
títulos de deuda pública a largo plazo e interés fijo, cuyo valor de mercado
había descendido apreciablemente ante el alza de los tipos de interés; d) la materialización
de pérdidas por su venta antes de su vencimiento, con objeto de obtener
liquidez, sin recurrir a otras posibles vías, a través de préstamos con la
garantía de dichos títulos, sin necesidad de venderlos anticipadamente. La era
digital no ha aportado, por otro lado, grandes ventajas como cortafuegos de
retiradas de depósitos, sino, más bien, todo lo contrario, por lo que invita a
extremar, aún más, la prudencia. La de aquellas entidades que, aunque quizás no
tenían demasiado glamour, eran muy buenas en el ejercicio de la labor de
intermediación financiera.
(Artículo publicado en el
diario “Sur”)