La inflación es un “problema
perverso”, clamaba no hace mucho Huw Pill, economista jefe del Banco de
Inglaterra. Hay que actuar para hacer frente al “monstruo de la inflación”,
instaba, a su vez, Christine Lagarde, presidenta del Banco Central Europeo. Son
duros calificativos, pero hacen justicia a ese grave y perturbador
desequilibrio económico. Los precios desempeñan un papel vital para el
funcionamiento de cualquier economía. Sin unos precios estables se pierden las
referencias cruciales para la toma de decisiones económicas, y, cuando son
crecientes, se entra en una senda de deterioro del poder adquisitivo del
dinero.
Sin embargo, la inflación no
afecta por igual a todos los agentes económicos. Su impacto va a depender de
una serie de circunstancias: de si se tiene una posición financiera neta
deudora o acreedora, de la duración y las cláusulas de los contratos, del poder
de negociación de las partes, y, cuando los incrementos de precios no son
homogéneos para todos los bienes, de la composición de la cesta de consumo de
cada persona. El monstruo de la inflación devora las bases del sistema
económico, pero, mientras ejecuta esa faena, reparte caprichosamente castigos y
prebendas.
Como ha ilustrado el Fondo
Monetario Internacional, el rebrote de la inflación iniciado en 2021, el más
acusado en más de tres décadas, ha tenido efectos sustanciales sobre las
cuentas públicas, ha empeorado la pobreza y ha alterado la distribución del
bienestar de las familias.
Las cuentas públicas pueden
verse afectadas por la inflación a través de diversas vías: i) al elevarse las
cifras nominales del PIB, se reducen automáticamente las ratios de la deuda y
del déficit públicos respecto a dicha magnitud económica; ii) el alza de los
precios implica una mayor recaudación de los impuestos sobre el consumo; iii)
al aumentar las rentas nominales se produce un perjuicio para los
contribuyentes del IRPF, con independencia de que se deslicen o no a un escalón
superior de la tarifa, y, si esta no se ajusta, la progresividad en frío dicta
su ley implacable; iv) el valor real de la deuda pública se reduce, de manera
que la inflación ayuda a su “amortización económica”: la inflación ha sido
históricamente una eficaz herramienta para “saldar” la deuda pública; v) en
sentido contrario, el incremento del gasto público dependerá de las revisiones
salariales del personal, del ajuste de las pensiones, de los costes de los
suministros, y de la evolución de los tipos de interés de la deuda.
Por su parte, las familias se
ven afectadas por cuatro canales: a) el de la cesta de consumo (según cuál sea
su composición); b) el de las rentas (si se actualizan o no con la inflación);
c) el de la riqueza (se ven perjudicadas las que tengan depósitos y fondos
líquidos, y beneficiadas las que mantengan deudas hipotecarias, especialmente
cuando el mercado inmobiliario actúa como protector contra la inflación; d) en
contraposición, las familias endeudadas se ven penalizadas por la subida de los
tipos de interés, si se trata de operaciones a interés variable, y también
respecto a nuevas operaciones de crédito.
En el caso de nuestro país,
según el Banco de España, el repunte de los precios podría explicar
aproximadamente la mitad del incremento de los ingresos públicos tras la
pandemia, que han crecido en España a un ritmo mayor que en el resto de los
países de la Unión Europea. El componente de los precios ha tenido
especialmente relevancia en el IVA y el IRPF.
Como recaudadora tributaria
descontrolada, la inflación tiene pocos rivales, aunque, al mismo tiempo, espolea
demandas de los perceptores de ingresos y los oferentes de bienes y servicios,
que tratan de mantener su poder adquisitivo. Como acredita la experiencia
histórica, las espirales inflacionarias no son fáciles de frenar, lo que, de no
lograrse, puede acabar requiriendo medidas abruptas o terapias bastante
dolorosas para las partes perdedoras, que no son pocas.
(Artículo publicado en el
diario “Sur”)