La poesía de Antonio Machado está plagada de versos
sencillos y emotivos que han servido de sustento en distintas etapas de la vida. La descripción
de la sensación de la lluvia tras los cristales en las tardes de escuela sigue
alimentando la nostalgia, al tiempo que nos transporta a la niñez. Por aquel
entonces, había clases por las tardes, y la lluvia era una compañera que nunca
faltaba a la cita en sus estaciones. Otros versos dotados de fuerza y magnetismo
han marcado el camino, encendiendo unas luces auxiliadoras en tiempos de tinieblas.
Para sus adeptos, Machado es una fuente de inspiración y de orientación en el
curso de la vida. Los devotos machadianos transmiten un entusiasmo por la
figura y la obra del poeta que no dejan indiferente a nadie. Una pausada
conversación con los más doctos es en sí misma un homenaje sostenido, y una invitación
callada para incorporar a nuevos miembros a ese selecto club de admiradores del
autor de Campos de Castilla.
Uno de los más egregios representantes de ese docto
colectivo es Alfonso Guerra, quien ha expresado públicamente que “[su] fidelidad
a Antonio Machado, [su] admiración por su obra, que ha dirigido en muchos
aspectos la senda de [su] vida… [le] impulsa a reivindicar, una vez más, la potencia
creadora de un poeta que supo y sabe inventar un mundo con palabras”. En el
mismo texto, en el que se plasma un discurso académico, se recoge el último
verso del poeta, quintaesencia de la poesía machadiana: “Estos días azules y
este sol de la infancia”.