No
hace mucho, alguien me envió un texto sobre el papel de los bancos escrito con ciertas
reminiscencias o evocaciones de “Cien años de soledad”. Más tarde, me comentaba
que el ensayo había sido elaborado, automáticamente, por una famosa aplicación
de inteligencia artificial (IA) a la que había solicitado el encargo específico.
Los logros alcanzados por la IA nos dejan estupefactos, atónitos, llenos de
incredulidad ante los avances que se están viviendo. Otro destacado jurista me
venía a decir que había sometido la aplicación a considerables exigencias de
conocimientos jurídicos, constatando luego que el desempeño era notable. Aunque
el dispositivo no se mostraba infalible ante las pruebas planteadas, reconocía
sus lagunas o errores, y evidenciaba su capacidad de aprendizaje. La IA está
hundiendo, por otro lado, la moral de muchos docentes, algunos de los cuales no
han tenido más remedio que desechar la elaboración de trabajos breves como
forma de actividad práctica. Con la duda añadida de si el recurso a las nuevas
aplicaciones es extensible a la realización de trabajos de fin de grado
completos o, incluso, de tesis doctorales. Más allá de esas dudas razonables,
una joven profesora se planteaba cómo, en los próximos años, podría competir
con un chatbot omnisciente, disponible las 24 horas…
Seguramente,
más bien temprano que tarde, habrá que reinventar la profesión, al igual que
otras muchas. Hoy día, no obstante, a esas amenazas de índole
tecno-estructural, se unen otras más mundanas, pero no triviales, que también
hay que procesar. Como recoge la revista The Economist en un artículo dedicado
a la incidencia de la IA en el periodismo[1],
no hay que tomar como dogma de fe, sin más, las noticias provenientes de dispositivos
artificiales presuntamente inteligentes, ni, por supuesto, tampoco las de
origen no artificial.
Una
primicia sensacional fue difundida, hace poco, por una emisora de radio estadounidense,
según la cual “’el cohete de sexo masivo espacial’ de Elon Musk había estallado
durante el lanzamiento”. En el artículo se aclara luego que esa sorprendente
primicia “resultó ser una transcripción automática errónea de SpaceX, la empresa
de cohetes del multimillonario”.