El proyecto del euro digital sigue su curso, bien es
cierto que, aparentemente, con un alcance más limitado del que se barajaba en
un principio. Ya se verá el perfil específico que adopta en la práctica, pero
eso no impide que se hayan desatado ya protestas por parte de algunos
colectivos de detractores, temerosos de que esa nueva forma de dinero signifique
la erradicación del efectivo o de que se utilice como una forma de control
público. Como se recoge en diversas entradas de este blog, el euro digital
presenta grandes ventajas potenciales, si bien suscita igualmente algunas
reservas respecto a sus repercusiones sobre el papel de los intermediarios
financieros y el canal del crédito.
Tales reservas se verán intensificadas en caso de
que el saldo de las cuentas del euro digital quede, como se ha anunciado, muy
limitado en su importe máximo. Así, la ventaja de la seguridad plena de los depósitos
perdería considerable fuerza. Para Peter Bofinger, profesor de la Universidad
de Würzburg, dicha limitación “es como un vino sin alcohol”. Su argumento es
que la forzada abstinencia impuesta sobre el euro digital convencerá a los
individuos de que no merece en absoluto la pena de molestarse con él[1].
La moneda proyectada se encontraría con el reto de
convencer de que viene a dar una solución efectiva a problemas y deficiencias
reales. De hecho, ya hay quien se plantea la pregunta que da título a esta nota[2].