Los siglos solían tener una
duración de cien años. Pero no siempre es así, ni para todos los propósitos.
Las demarcaciones temporales convencionales no tienen por qué ajustarse a los
períodos efectivos en los que puede acotarse la historia económica. Así, los
siglos, a efectos analíticos, pueden tener una duración superior o inferior a
la asociada a su definición. Para J. Bradford DeLong, el siglo veinte fue un
“siglo largo”, bastante largo, si tenemos en cuenta que lo extiende, por
delante y por detrás, hasta completar un ciclo de 140 años, de 1870 a 2010. Con
todo, es inevitable la duda de si una diferencia del 40% permite seguir
calificando como centuria el período resultante. Dicho profesor de Economía de
la Universidad de Berkeley no lo ve necesario e introduce en el título de su
libro la referencia al siglo pasado (“Camino a la utopía: una historia
económica del siglo XX”, 2022) a pesar de centrarse en el estudio de lo
acontecido entre los años 1870 y 2010.
El siglo veinte delongiano
es bastante largo, y también la obra señalada, que se va por encima de las 600
páginas. La introducción, ayudada por una reiteración de ideas, llega, por si
sola, a la treintena.
El “largo siglo XX” arranca en
una época marcada por el inicio de profundos y trascendentales cambios, ligados
a la globalización, el despegue de la investigación industrial, y el auge de la
corporación moderna, y finaliza en 2010, bajo el azote de la Gran Recesión.
El juego que ha dado esta para el análisis económico y político es difícil de ser
exagerado. Como también las bazas argumentales para cuestionar las supuestas
bondades del capitalismo y del mercado, que, hasta el momento de su ignición, parecían
haberse erigido en paradigmas consolidados que contribuían a la confirmación de
la tesis fukuyamiana del fin de la historia. En esa nutrida corriente se
inscribe DeLong, quien, pese a reconocer las aportaciones de la economía de
mercado, hace hincapié en que esta se ha mostrado incapaz de resolver otros
problemas que demandaba la sociedad. A este respecto, califica como “tremendamente
idiotas” a Hayek y sus seguidores, “que pensaron que el mercado haría por sí
solo todo el trabajo necesario para alcanzar el anhelado progreso”.
En la obra mencionada lleva a cabo
una detallada aproximación al arduo camino hacia la utopía. Según afirma, “en
el largo siglo XX hemos trazado una gran línea divisoria entre lo que el ser humano
hizo durante buena parte de su historia y lo que hacemos hoy. Pero, en efecto,
no hemos llegado a ninguna utopía”.
Ya en la introducción anticipa
que “una de las razones por las que el camino a la utopía no ha sido más veloz
y sólido es que gran parte de los avances han sido mediados por la economía de
mercado, con su avaricia y sus injusticias”. La clave radica, según DeLong, en
que “la economía de mercado no reconoce a lo seres humanos ningún derecho por
encima de las propiedades que reconocen las instituciones. Y esos derechos de
propiedad sólo valen de algo si ayudan a producir lo que los ricos quieren
comprar. Un sistema así no puede ser justo”.
¿Merecería, entonces, la pena
optar por un sistema que anule los derechos de propiedad? ¿Hay alguna
experiencia histórica reveladora de las posibles consecuencias? ¿Están de
alguna manera limitados tales derechos en las sociedades avanzadas en las que
actúa un sector público con relevantes poderes regulatorias y fiscales? ¿Tendría
futuro “el matrimonio forzoso” de Hayek y Polanyi?
Pese a la conclusión anticipada
por DeLong, la profusa información contenida en la obra comentada aporta
valiosos elementos para la reflexión.