Aquí, justamente aquí, es donde
los toreros se ponen cetrinos. Están a pocos metros de salir al coso y
enfrentarse a la muerte. Así sean noveles o maestros consumados. Es cuando el
miedo se apodera del cuerpo y se retuercen las entrañas. Así lo explicaba el docto
anfitrión, quien ejerció durante años de presidente de La Malagueta. Habla también desde la autoridad de su pedigrí de cirujano. Sólo de pensarlo da vértigo y
causa espanto.
Al salir a la plaza casi
solitaria, el viento de poniente nos recibe con alborozo. En el albero, un
maestro describe a toda velocidad la circunferencia del ruedo por exigencias de
su entrenamiento. Hay que tener piernas para llegar al burladero antes que el toro,
apuntaba el experto en tauromaquia. Mientras tanto, un grupo de adolescentes
ensayan movimientos, llenos de entusiasmo, emulando distintas faenas. Aspiran a
convertirse en banderilleros o en matadores, a pisar el mismo suelo donde ahora
se divierten, con las gradas llenas.
La visita se acorta porque
espera otro ruedo, mucho más pequeño, y de mentirijilla, donde tiene que actuar
un supuesto diestro en el también difícil arte de la Economía, con el reto
añadido de asociarla al Humanismo. Salir al escenario o a la palestra representa,
en cierto modo, alguna suerte de rito. Es lógico que en la antesala surja
igualmente algún resquemor. En ocasiones, aguardan imponentes picadores o hábiles
banderilleros. En todo caso, en su ausencia, siempre estarán a mano los aguijones
propios. Esos que no desaparecen aunque pasen muchos años. Un prestigioso
catedrático de Estadística, actualmente profesor emérito que sigue impartiendo
clases, me decía que, a pesar de sus muchos años de docencia y de comparecencias
públicas, nunca le ha perdido el respeto a una intervención, ya sea dentro o
fuera de las aulas. Sin embargo, todo esto se antoja ahora como una minucia al imaginar
el momento de la espera de un auténtico diestro.