Hasta no hace mucho, la globalización económica se
consideraba como una tendencia imparable, como un desarrollo consustancial a
los nuevos esquemas de relaciones económicas y sociales, y una derivación
natural de las nuevas tecnologías. Un ilustre profesor de la Facultad de
Económicas de Málaga, hoy jubilado, afirmaba, hace años, que el rechazo de la
globalización era algo así como intentar rebelarse contra la ley de la
gravedad.
La globalización ha aportado grandes beneficios a la
población mundial, pero eso no impide reconocer que también ha ocasionado
inconvenientes, especialmente para los habitantes de determinadas áreas y las
personas vinculadas a sectores económicos tradicionales. Con una hoja de
servicios mixta, aunque netamente positiva en su conjunto, hoy día ha cambiado
la visión sobre la globalización. No solamente en el plano declaratorio,
también en el terreno de las acciones. De manera muy destacada para las
posiciones populistas e iliberales, que encuentran en la oposición a aquella
una de sus principales palancas programáticas. El mundo se encuentra en una
encrucijada en la que se mezclan tendencias y fuerzas contrapuestas, sin que,
hoy por hoy, pueda hacerse un vaticinio claro.
Una perspectiva histórica permite diferenciar varias etapas:
i) la era de la industrialización, con un impulso del comercio facilitado por
el patrón oro y los avances en los medios de transporte; ii) el período de
entreguerras, marcado por una reversión de la globalización debido a los
conflictos bélicos y a las medidas económicas adoptadas; iii) la era Bretton
Woods (1945-1974), caracterizada por la creación de instituciones
internacionales, así como por la liberalización de los flujos comerciales; iv)
la etapa de la extensión de la liberalización a escala mundial (1974-2008), con
una interconexión del sistema financiero internacional; y v) la etapa de Slowbalization,
de contención de la globalización, a partir de 2008.
Según investigaciones del Fondo Monetario Internacional, a lo
largo de los últimos tres decenios, el proceso de integración económica ha
elevado la productividad y los niveles de vida, triplicando el tamaño de la
economía mundial y sacando de la pobreza extrema a 1.300 millones de personas.
En la actualidad, se suscitan dudas acerca del futuro de la integración
económica internacional. Una mirada a la historia lleva a concluir, como ha
subrayado Martin Wolf, que es poco probable que una etapa de desglobalización
tenga una final feliz. El período 1914-1945 estuvo marcado por el colapso del
orden político y económico. Sin embargo, como ilustra John Plender, el comercio
no necesariamente asegura la paz. En un libro publicado en el año 1910 (“La
gran ilusión”), Norman Angell proclamaba, con un desmedido optimismo, la futilidad
de la guerra en condiciones de interdependencia económica.
Aun así, la ruptura de las relaciones económicas y el
levantamiento de barreras a los intercambios comerciales son hoy una fuente de
inquietudes, ante el peligro del desencadenamiento de mecanismos de
acción-reacción, alentados por una mayor desconfianza mutua. De hecho, a raíz
de la puesta en marcha de políticas industriales proteccionistas, el ministro
de comercio de Corea del Sur declaraba recientemente que el mundo está a punto
de abrir una caja de Pandora. Como ha puesto de relieve la revista The
Economist, si otros países imitan las medidas de fomento en Estados Unidos, a
fin de impulsar las energías limpias y reducir la dependencia, respecto a China,
de importantes cadenas de suministro, el resultado será una proliferación de
obstáculos al comercio y a la inversión internacionales.
En el tablero mundial se está empezando a imponer una
amenazante lógica económica que ha dado paso a una era de pensamiento de suma
cero. Al margen de los efectos negativos que conlleva, otro problema derivado
son los enormes costes adicionales que tendría replicar las inversiones
empresariales en los distintos países.
Pese a esas amenazas, en la misma revista, más recientemente,
se señalaban diversos factores, ligados a la demografía (necesidad de recurrir
a mano de obra o a cadenas de producción externas) y al cambio tecnológico, que
podrían empujar al mundo en la dirección de una mayor integración. El
aprendizaje del pasado viene añadirse como otro factor de optimismo, aunque no
puede decirse que sea demasiado fiable. Comenta J. Bradford Delong (Universidad
de California, Berkeley) que “La gran ilusión” es el libro más triste que tiene
en las estanterías de su despacho, lo que no parece una afirmación muy
exagerada.
(Artículo publicado en el diario "Sur")