Málaga es la ciudad de moda. Está
en boca de todos. Causa admiración y asombro. No para de crecer el número de
personas que quieren visitarla. Son también cada día más quienes quieren afincarse
a cobijo del monte Gibralfaro, como igualmente se amplía el elenco de empresas
que buscan establecer aquí su sede o alguna delegación. Algo pasa con Málaga.
Los malagueños asistimos encantados a esa transformación que ha registrado
nuestra ciudad en el panorama nacional y en el concierto internacional.
Las calles del centro histórico
son un hervidero de gente procedente de todos los lugares que quiere aprovechar
cada instante, ocupar todos los rincones, y disfrutar de todos los alicientes.
El carpe diem se ha extendido como un mantra que todo el mundo profesa. Apenas
nadie recuerda la sensación de desánimo que, hace unas décadas, pesaba en las
calles de una capital que añoraba su glorioso pasado frustrado en su carrera
hacia la modernización. El futuro era entonces incierto, y el núcleo urbano no
lograba desprenderse de su condición de apéndice de la pujante costa
occidental.
Málaga se ha encaramado en numerosos
rankings, entre ellos, el museístico, el cultural, el tecnológico, el deportivo,
el gastronómico, el financiero, el turístico y el inmobiliario. Ha ganado
muchos enteros en todos los mercados donde cotizan las ciudades, pero, en ese
proceso, ha perdido buena parte de su fisonomía tradicional, encarnada en
comercios y entidades que acompañaron la vida de bastantes generaciones, y que
formaban parte de nuestras señas de identidad. Ante la disyuntiva del local
cerrado, cualquier establecimiento proveedor de servicios a visitantes y
autóctonos es una opción mejor, al menos a corto plazo. Sin embargo, una reflexión
viene obligada respecto a la sostenibilidad de la senda elegida o, más bien,
asumida ante el impulso de una demanda acuciante.
Todos los malagueños se alegran
del estatus que ha alcanzado esta noble, abierta y acogedora ciudad, pero algunos
no pueden impedir preguntarse si logrará encajar de manera armoniosa todas las
piezas del complejo modelo que está en vías de fraguarse. Tal vez ha llegado el
momento de pararse a meditar cómo digerir el éxito arrollador a fin de que este
pueda mantenerse establemente a lo largo de una centuria que se presenta llena
de retos, y en la que aguarda un buen repertorio de eventos inciertos adversos.
Está muy bien que la ciudad esté
dispuesta a acoger flujos de visitantes y nuevos proyectos empresariales, pero
ha de preocuparse también por ofrecer condiciones aceptables para los jóvenes
que tienen aquí sus raíces. Difícilmente puede concebirse un futuro confortable
si no se logra un equilibrio adecuado. El crecimiento sostenible e integrador
cobra así todo su sentido.
Málaga tiene muchas lecciones
que dar a otras ciudades, pero, seguramente, puede aprender también de la experiencia
de otras. El caso de Viena es paradigmático, por cuanto muestra la importancia
que tiene la política de vivienda para posibilitar que todos los colectivos
poblacionales puedan acceder a una morada digna en condiciones asumibles.
Gracias a una política residencial de largo recorrido, los precios del alquiler
en la capital austríaca son considerablemente moderados en términos
comparativos. Así, el alquiler medio mensual de un apartamento de 60 metros cuadrados
en la urbe es de 767 euros.
Aunque la ciudad goza de unos
registros históricos imbatibles, “hay otra Viena, una versión del siglo XXI que
la mayoría de los turistas no ven. Esta versión contemporánea de Viena es
famosa por su alta calidad de vida y por estar consistentemente situada en la
parte más alta del Índice Global de Habitabilidad”[1].
La “Marcha Radetzky” simboliza
cada año desde Viena el comienzo de un nuevo curso. Siempre la misma
composición, pero, según afirman los expertos, nunca suena igual.
[1] Vid. K-.
Lang, “Lessons from Vienna: a housing success story 100 years in the making”,
Financial Times, 1-1-2023.